SE ACABÓ LA FIESTA
Toda fiesta tiene su resaca. Post festum pestum, decían ya nuestros antepasados latinos. Es esta una ley decididamente universal que la historia se encarga de recordarnos de vez en cuando con abrupta sinceridad, por ejemplo en la España de 1983. Había vivido nuestro país una tremenda borrachera de entusiasmo popular por la contundente victoria del PSOE el año anterior, que rompió con muchas décadas de dominio de la derecha sociológica sobre la política. Tenían que llegar los 800.000 puestos de trabajo y muchas otras bondades sobre una esperanzada población de votantes socialistas, que en muchos casos se reclamaban herederos de los perdedores de la dictadura franquista.
Sin embargo, lo que llegó fue un monumental lío con la expropiación de Rumasa, el emporio empresarial con pies de barro montado por José María Ruiz-Mateos. El españolito informado a golpe de telediario se quedaba perplejo por las actuaciones de un grave y taciturno señor con gafas de pasta llamado Miguel Boyer que, de ser un desconocido se había erigido en superministro de Economía y parecía mandar más que el simpático descamisado Alfonso Guerra. Boyer, siempre impecable con terno oscuro, daba mucho más miedo: los de a pie no le entendían y los que sí sabían de qué iba la cosa le temían todavía más, porque probablemente eran ellos quienes más tenían que perder. Los empresarios españoles del franquismo habían prosperado en demasiados casos no por sus conocimientos de marketing y ventas, sino amparados en un sistema que dejaba hacer a la economía en negro, recaudaba muy poco por fiscalidad (el IRPF apenas se había implantado cuatro años antes con los Pactos de la Moncloa) y apenas si se desperezaba contra la fuga de capitales (hoy seguimos viendo como afloran las cuentas establecidas entonces en Andorra o Suiza). Ante este festivo descontrol hacía falta un Boyer, capaz de picar incluso a las abejas de Rumasa.
A pesar de los rigores de esa ciencia económica y sus oficiantes, seguía habiendo mucha fiesta de la de verdad. Marcha a tope, que se decía entonces. Movida madrileña extendiéndose más allá de su territorio geográfico. Juventud soltándose la melena después de décadas siendo modositos por imperativo legal. Se vivía la noche y parecía no haber más que la noche. Hablaban de ella todas las canciones de éxito de
aquel año: El rock de una noche de verano (Miguel Ríos), La noche no es para mí (Video), y sobre todo Last night a DJ saved my life (Indeep), que explicaba cómo sólo un disc-jockey podía sacarnos de la postración y el aburrimiento.
Esta fiesta nocturna también acabaría mal. El incendio de la discoteca Alcalá 20 en plena madrugada después de un sábado noche especialmente concurrido fue tan sorprendente que un testigo recordaba cómo al empezar a lanzarse los primeros gritos de “fuego, fuego”, una parte de la concurrencia del local pensó que se trataba de una broma. Eso no podía suceder. La fiesta no podía terminar. Con 81 víctimas mortales, las Navidades de aquel año tuvieron mucho sabor a resaca.