Paseadores de libros
Pablo Iglesias, que aún no sabe que Íñigo Errejón se lo comerá sin necesidad de tenedor y cuchillo, ha resucitado al llamado progre, criatura barbada de los años 70 y 80 del siglo pasado, que se caracterizaba por llevar siempre en la mano o bajo el brazo un par de libros. O sea, que para aparentar lecturas siempre andaba trajinando, exhibiendo libros cuyos títulos
podrían ser Psicopatología de la vida cotidiana, cuyo autor es Sigmund Freud, o El estilo de
trabajo en el Partido, de Mao Zedong. Porque todo lo soviético, aquellas feroces cejas, comenzaba ya a ser abandonado por parte de nuestra intelectualidad señorito-marxista y lo cubano era más de viajes, mulatas y ron –todo gratis– que de libros. Nada satisface más a Iglesias, ese frágil hijo único, que fotografiarse con un par de libros en la mano y al lado de algún filósofo italiano, como, por ejemplo, Mario Tronti. En esos momentos siempre mediáticos y aparentemente cultos, Iglesias baja el tono de su voz pretendiendo Barcelona para enviar varios contenedores llenos de libros al presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, para que leyera. En este ayuntamiento abundan también los paseadores de libros. Ocurre que, para no parecer intelectuales elitistas, han utilizado como cromo feroz al tatuado Josep Garganté, conductor de autobús y sindicalista, que parece que está a punto de volver a su autobús. Pero, como íbamos diciendo, antes de que estos nuevos munícipes e intelectuales de la nueva política y la televisión se ocuparan de los libros, fueron los progres quienes los paseaban en la mano o bajo el brazo. El mejor paseador de libros, que no era progre sino reidor y devoto de Fraga Iribarne, fue y sigue siendo Manuel Milián Mestre, a quien precisamente por esa dedicación suya al paseo de libros, diarios, revistas e informes varios, lo llamaban “sobaco ilustrado”. La diferencia es que Manolo, que siempre ha tenido hechuras de cardenal pintado por Cristofano dell’Altissimo, pasea libros, pero los lee.