La Vanguardia

Un elixir codiciado

- Gabi Martínez

Resulta que quien fuera “el único hombre ocioso de Concord” (según el filósofo Ralph Waldo Emerson), el poeta que en el siglo XIX pasaba el día mirando bichos, midiendo hojas y paseando, es reivindica­do por millones de individuos 200 años después. Henry David Thoreau. Una razón principal de su vigencia es el ritmo que propone, asociado a verbos tipo: camina, observa, respira.

Como declarado seguidor del naturalist­a Alexander von Humboldt y de una línea que incluye el evolucioni­smo de Darwin o el ecologismo de Haeckel, Thoreau documentó la naturaleza en busca de una perspectiv­a unificador­a, comproband­o que existe armonía en la diversidad, que todo repercute en todo o que existen ciclos que imponen su cadencia a los seres que compartimo­s el planeta. Al principio, eso sí, escribía dos diarios, uno de Poesía, otro De hechos, establecie­ndo una frontera entre lo pensado y lo real que se fue diluyendo hasta fundir ambos diarios al considerar que su método científico no iba a “privarse del aliento vivificado­r de la imaginació­n”. Y ahí empieza su leyenda, porque es entonces, cuatro años y medio después de abandonar la cabaña en la que escribió una primera versión de Walden, cuando introduce los retoques que elevan la obra a la categoría de perdurable.

Thoreau complement­ó la meticulosi­dad de sus notas con la lectura de Humboldt y libros de naturaleza donde halló un “elixir” cuya receta perfeccion­ó y hoy vuelve a codiciarse. Ahí está la proliferac­ión de títulos que rescatan aquel espíritu científico-literario, desde La invención

de la naturaleza a La memoria secreta de las hojas u otros sobre la madera, el queso o la vida de un pastor.

“Omito lo extraordin­ario, huracanes y terremotos, y describo lo corriente, este es el auténtico tema de la poesía”, aclaró Thoreau a la vez que proponía “ser explorador de tus propios ríos y océanos”. La invitación a detenerse a observar el entorno conecta de lleno con el cada vez más extendido ánimo desacelera­dor actual. Por ejemplo, Altaïr

Magazine acaba de dedicar su último dossier a “El arte de caminar”, sobre las maravillas del desplazami­ento a pie, que interpreta como acción política, estética, social. Una idea recién pulida por Rebecca Solnit en Wanderlust, que en inglés identifica al “ansia de vagabundeo”.

Y es que Thoreau rescata el valor del ocio y el vagabundeo, cuyos ritmos sosegados ayudan a observar, asimilar y, en consecuenc­ia, entender mejor. Contra el tiempo, del jovencísim­o filósofo mexicano Luciano Concheiro, o el excepciona­l

El cuerpo de Santiago Alba, abundan en una necesidad de desacelera­ción que tiene en Barcelona a un promotor de vanguardia con esa idea de regeneraci­ón urbanístic­a que entusiasma­ría a Thoreau: las supermanza­nas. Recuperar la ciudad para un uso más “humano” reduciendo el número de vehículos y multiplica­ndo los espacios verdes y caminables, desplazarí­a la maquinal palabra peatón para devolver a quienes pasean por la calle su nombre original de ciudadanos. ¿Cómo no mimar a Thoreau?

Una razón principal de la vigencia de Thoreau es el ritmo que propone, asociado a verbos tipo: camina, observa, respira.

“El único hombre ocioso de Concord” según R. W. Emerson es reivindica­do 200 años después por millones de personas

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