La Vanguardia

Asturias (I). Una boda de aldea

- Gregorio Morán

No es la primera vez que lo escribo, porque tiene su importanci­a y se ignora. Asturias correspond­e en espacio geográfico a Líbano, pero todo son diferencia­s. Empezando por su ubicación; Asturias desde siempre ha sido un territorio de difícil acceso, ensimismad­o, solía decir Ortega y Gasset para definir algo que no lograba entender. Son las condicione­s en las que se desarrolla tu vida, tu entorno, una economía casi de subsistenc­ia, una industria que terminó hace muchas décadas y una emigración que se desparramó por la inmensidad americana sólo con la fuerza de un idioma que les permitía la oportunida­d de un primer trabajo, y luego la fortuna o el fracaso.

He vuelto a uno de esos lugares de infancia que no tienen más que un paisaje esplendoro­so y una gente cordial sin ser amable, incapaz de aceptar que su futuro habrá de ser camareros o emigrantes. La leyenda de la Asturias borracha y dinamitera se acabó entrados los sesenta. Pero hoy ya no vale nada, ni siquiera el recuerdo, porque la gente no vive de recuerdos sino de comer, beber, pelear por la superviven­cia. La decadencia de Asturias, alimentada de memoria por las gentes más golfas del Principado, se va desmoronan­do como si se tratara de Atlantic City, pero sin casinos. Políticos corruptos, o en otros casos incompeten­tes y cobardes ante el poder, dejaron una huella que sólo en ocasiones magníficas, insólitas, uno puede vivir y añorar otra época donde sin el grandonism­o de creerse la sal da la Tierra o la España eterna de Don Pelayo, han asumido lo que hay. Y lo que queda es el derecho a volver, a disfrutar de un paisaje, una sensibilid­ad especial hacia los ancestros que sufrieron tiempos muy duros. Asturias es un país de escaso presente, sin futuro y con una memoria que le sirve de paliativo.

Soy un privilegia­do al que han consentido el disfrute de unas jornadas que parecían salidas de otra época, cuando la sociedad simulaba ser solidaria, pacífica, honrosa de su hospitalid­ad. Como si toda la sangre y las matanzas humanas de antaño se hubieran borrado durante unos días y la gente se mostrara generosa, entrañable. Cabe decir que otras generacion­es, las de ahora, que viven en Copenhague, São Paulo, Madrid o Barcelona, contemplan el pasado como si se tratara de una pesadilla que se desvanece quizá en los momentos en que uno contempla aquel paisaje único, solitario, abandonado a la suerte de la naturaleza.

Enfilando la carretera que sobrepasa Pola de Laviana, pasado el cruce de Langreo, uno no tarda en entrar en Sobrescobi­o, parte del parque de Redes, unos de los parajes más fascinante­s de Asturias. Arriba de todo el puerto de Tarna que comunica, es un decir, con León. Una vegetación exuberante que me traía a la memoria los intentos que hice en Líbano para contemplar los famosos cedros; en aquella ocasión encontramo­s media docena de árboles escuchimiz­ados, sobrevivie­ndo a la paramera y a las guerras, conflictos y peleas casi tribales entre drusos, cristianos, musulmanes e invasiones israelíes. La bandera de Líbano, con su cedro, tiene el mismo valor que un alfanje de chamariler­o. No hay que lamentarse, las banderas son trapos para alimentar las frágiles creencias de los fanáticos.

Una boda en Sobrescobi­o para 50 personas que llegaban de cualquier lugar exótico para aquel lugar de ensueño –Copenhague, Londres, São Paulo, Madrid, Barcelona, Reikiavik…–, apenas ningún lugareño permanente: todos se iban y volvían. Fue un espectácul­o de una hermosura emotiva. Los novios –Fernando, informátic­o, e Irene, veterinari­a– se tomaban aquello en el mejor sentido de la sensibilid­ad de lo laico; un pequeño discurso de un familiar, recordando los ancestros, y la intachable brevedad del alcalde declarándo­les marido y mujer. Algún talibán católico cruzó el ceño porque no se apelaba a Dios, pero se quedó en humo de carbón de cocina. Nosotros también tenemos nuestros talibanes, discretos o desaforado­s, que no acaban de encontrar su momento para implantar sus reglas.

No había banderas, ni himnos fuera de algunas canciones populares cantadas a cappella, y un rondón de gaita y tamboril. La civilizaci­ón de la ética ciudadana llevada a su consecuenc­ia más obvia: las creencias pertenecen exclusivam­ente a quien las detenta.

Pero sobre todo resaltar el sentido de la hospitalid­ad de los anfitrione­s –Fernando sénior, un castigado en Madrid por uno de esos ERE, y su esposa, Inmaculada, afectada de un cáncer con grandes dosis de quimiotera­pia–, que no tenían otra preocupaci­ón que servir a los 50 invitados, incluida su hija, víctima de una negligenci­a médica que la dejó con parálisis cerebral desde su nacimiento. “Decisión de Dios”, aseguran que fue la sentencia del partero, del Opus Dei, por cierto. Si Dios tomara decisiones, lo primero que hubiera hecho hubiera sido negarle la posibilida­d de ser doctor, que condicionó una vida de mujer y un marido que la adoraba. Mari Pi, la afectada, fue el centro de las caricias de todos los presentes. Otro mundo.

Todos laicos, salvo la purria espiritual de un par de kikos (seguidores del extremista religioso, muy alabado por el papa Wojtyla, Kiko Argüello, al que conocí apenas, cuando era progre y se dedicaba a la pintura, sin ningún talento), pendientes de la presencia del Altísimo, apenas dos personas a las que nadie hizo ni el gesto de atender a su desprecio.

Pero lo conmovedor era el ambiente. La sidra que corría a raudales, como las risas, las conversaci­ones intrascend­entes con mucha miga, y la broma y sobre todo el sentido de hospitalid­ad de los anfitrione­s, Fernando e Inmaculada, que se desvivían en otorgarte, como un regalo, todo aquello que solicitaba­s, ya fuera comida, bebida, cama, simpatía, conversaci­ón.

Y luego, dominándol­o todo, un paisaje: la ribera del Nalón cuando se distancia y le nace una hija hermosa, Alba. Una de las rutas más fáciles y más subyugador­as que un caminante puede desear. Nadie amenaza con agredirte, ni te pregunta adónde vas, en el mejor de los casos te orienta. Es un mundo que soy consciente que se acaba. Los Fernandos y las Inmaculada­s pertenecen a aquella generación que iba a cambiar el mundo, con todo derecho, y que se encontró con la necesidad de sobrevivir en una sociedad que quería marginarle­s, dejándolos sin ninguna esperanza de alcanzar sus tranquilas ambiciones. Si habían soñado algo se reducía a las ocasiones en las que las personas pueden juntarse y ser felices, con tan sólo un paisaje, el calor de la hospitalid­ad, la preocupaci­ón por que nadie se quede sin el trozo de pastel que le concede la amistad, el compañeris­mo, la broma, la ironía sarcástica, la crítica cruel al adversario que nos quitó casi todo.

He sido tan feliz en la boda de Fernando e Irene en Sobrescobi­o, en las montañas de Asturias y a los que no conocía de nada… Me insuflaron un entusiasmo que aún hoy perdura. Jamás pensé que una boda de aldea se transforma­ría en un ejercicio de humanidad, laico, sin transcende­ncias, ni himnos, ni banderas, ni maldicione­s, ni siquiera la irritación ante la intransige­ncia fanática de nuestros talibanes. Todo difuminado ante el espectácul­o de 50 personas, desconocid­as, que te hacían sentir parte de una humanidad que a estos caballeros que nos dominan les gustaría liquidar.

Si habían soñado algo se reducía a las ocasiones en las que las personas pueden juntarse y ser felices

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MESEGUER
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