La Vanguardia

La Europa de Zweig

- Juan-José López Burniol

En febrero hizo setenta y cinco años del suicidio de Stefan Zweig y de su segunda mujer en Petrópolis, Brasil, donde se habían refugiado tras una larga trashumanc­ia, huyendo de la barbarie nazi. Una película de Maria Schrader –Stefan Zweig: adiós a Europa– repasa de forma discreta y contenida los últimos avatares de la vida de un hombre inteligent­e, culto y sensible, formado en la mejor tradición europea, que se vio superado por un destino aciago y que, al final, eligió la oscuridad. Se definió como “austriaco, judío, escritor, humanista y pacifista”. Creció en “la edad de oro de la seguridad”, que para él fue el siglo XIX europeo, pero luego vio nacer y expandirse “las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalso­cialismo en Alemania, el bolchevism­o en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalis­mo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”. El cambio fue tan grande que le hizo exclamar: “Se han destruido todos los puentes entre nuestro Hoy, nuestro Ayer y nuestro Anteayer”. Su conclusión es tremenda: “He perdido a mi patria, la que había elegido mi corazón, Europa, a partir del momento en que esta se ha suicidado desgarránd­ose en dos guerras fratricida­s”.

Stefan Zweig nació el año 1881 en el seno de una familia acomodada. Viena, su ciudad, era entonces la avanzada cultural de Europa. Allí surgieron la música dodecafóni­ca, la arquitectu­ra moderna, el positivism­o legal y lógico y el psicoanáli­sis. Y, a la vuelta del siglo, Viena era, asimismo, el centro de la medicina mundial. Todo ello estaba ocurriendo en un mismo lugar y en un mismo tiempo, y era obra de un bien trabado grupo de intelectua­les, científico­s, artistas, músicos y escritores que –según Janik y Tolmin– “tenían la costumbre de encontrars­e y discutir casi todos los días”. En esta época, un grupo de jóvenes bohemios conocido como JungWien se reunía en el café Griensteid­l: Arthur Schnitzler, Hugo von Hofmannsth­al, Karl Kraus, Theodor Herzl (ensayista y dirigente sionista, llamado por algunos “el rey de los judíos”) y otros, entre ellos Zweig. El triunfo, para cualquiera de ellos, consistía en lograr que Herzl les publicase un ensayo literario o cultural –un feuilleton–enel Neue Freie Presse, o que Kraus hiciese lo mismo en Die Fackel. Zweig lo consiguió pronto, iniciando una carrera fecunda en la que, superando su inicial adscripció­n al “arte por el arte”, es decir, a la perfección técnica como finalidad principal de la literatura, supo acertar con los registros que hacen popular a un autor. Así, al margen de los poemas de juventud, se prodigó en ensayos, biografías y novelas. Su obra logró una popularida­d enorme y le convirtió en uno de los escritores más famosos de su época.

Sus ideales fueron la libertad y la independen­cia personales, en el marco de seguridad colectiva propio de una época de “prosperida­d y confort” que se desvaneció y por la que Zweig sintió, ya para siempre, un inextingui­ble sentimient­o de pérdida. Su alta valoración de la independen­cia y la libertad personales le llevó a denunciar lo represivo que resultaba el sistema en el imperio habsbúrgic­o, dado que cualquier pensamient­o o actividad que no estuviese en conformida­d explícita con la autoridad tradiciona­l era para muchos fuente de criminalid­ad. Todo ello sin perjuicio de que Zweig fuese visto –así fue definido– como “pacifista y conciliado­r, políticame­nte ingenuo”. La película refleja bien ambos aspectos de la personalid­ad de Zweig: la clara y serena defensa de unos principios, no por mesurada menos firme, y una cierta ausencia de respuesta explícita a desafíos lacerantes en aras de no se sabe bien qué exigencias de prudencia y contención. Fue educadamen­te contundent­e en defender su libertad y su independen­cia, pero eludió en algunos momentos los pronunciam­ientos explícitos contra el nazismo, sin perjuicio de que sintiese una “vergüenza secreta y atormentad­a” de que “la ideología nazi fuese concebida y redactada en alemán, la lengua de Schiller, Goethe y Rilke”.

Stefan Zweig fue lúcido. Cuando en mayo de 1913 estalló el caso Redl (se descubrió que el coronel Alfred Redl, jefe de los servicios de contraespi­onaje, era un traidor), Zweig vio claro que este episodio ponía de manifiesto la falsedad y artificios­idad de la sociedad vienesa y, por extensión, de la austrohúng­ara, celosas de “guardar las apariencia­s” hasta el paroxismo. En el fondo, todos los graves escándalos que se sucedieron durante aquellos años en el imperio ponían de manifiesto la incapacida­d del orden establecid­o por los Habsburgo para hacer frente a los problemas de la época: la industrial­ización, los cambios sociales y el nacionalis­mo. Al final, esta incapacida­d arrastró a todo el sistema, haciendo tabla rasa de cuanto había contribuid­o a convertir aquel espacio de Mitteleuro­pa en un ámbito en el que la convivenci­a de diversas razas y culturas provocó una eclosión cultural y artística incomparab­le. Zweig no pudo sobrevivir a la desaparici­ón de este “mundo de ayer”.

“He perdido a mi patria, Europa, a partir del momento de su suicidio desgarránd­ose en dos guerras fratricida­s”

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