La clase va lenta
La vigésima edición del Docs Barcelona Festival siembra la ciudad de documentales. Entre los que abordan las diversas caras del poder establecido, destaca uno que aún hoy se puede ver en el CCCB: Clase valiente, dirigido por Víctor Alonso Berbel. Un documental interesantísimo centrado en la importancia del lenguaje verbal en la comunicación política. Clase valiente destaca porque practica lo que predica. En el contexto de la teoría lingüística de los marcos mentales de George Lakoff (el primer entrevistado establece los límites del terreno de juego), los autores generan una dinámica experimental basada en la acción y la reflexión. Acuñan el concepto “clase valiente”, lo someten a la consideración de asesores próximos a diversas ideologías y lo pasea por diversos actos públicos, en el contexto de la campaña electoral de las municipales de 2015. El significante se muestra ambivalente. Según dónde se pone el énfasis entronca con una tradición revolucionaria (clase) o desprende el inequívoco aroma liberal del emprendedor (valiente). Vemos cómo el ecosocialista Marc Rius se entusiasma por unos motivos y el faesista Javier Zarzalejos pondera el interés de otros. Christian Salmon relata la fábula del rey desnudo, cada vez más actual, Owen Jones compara la eficacia de la narratología emocional que usa la derecha con la frialdad intelectual de la izquierda e Íñigo Errejón lo ejemplifica con una verbalización alambicada del proceso de cocción de ideas que justificaría rebautizarlo Oximorrojón. Vemos globos de clase valiente por Sant Jordi, eslóganes amplificados en manifestaciones sindicalistas, pancartas en actos electorales de Ada Colau o Alfred Bosch, noticiarios que lo recogen, tertulianos que citan la clase valiente... Un McGuffin colosal que hace avanzar al relato mientras, en paralelo, constatamos la manipulación constante del lenguaje público que desemboca en una inquietante reflexión final de Iñaki Gabilondo.
Las voces que aparecen están bien jerarquizadas, hasta el punto de permitir visualizar la cuota de pantalla entre homólogos: pensadores independientes, intelectuales adscritos a fundaciones, asesores, periodistas, tertulianos, politólogos, políticos... y actores. Porque cuando llega el momento de ejecutar el experimento, los autores delegan en tres actores. Les transfieren la responsabilidad del engaño. Son actores quienes reparten globos, empuñan pancartas y gritan eslóganes. La culpa es de los cómicos. En la introducción de L’escena antiga (Adesiara), Joan Casas recuerda que en el mundo romano los actores estaban sometidos a una infamia que les dejaba al margen de los cargos representativos de la sociedad. Es decir, los predecesores del inefable cómico Beppe Grillo estaban inhabilitados para el ejercicio de la función pública. En la sesión del pasado sábado, los espectadores sólo nos carcajeamos en una ocasión. Cuando Miguel Ángel Rodríguez, el ex portavoz de Aznar, ejerce de cómico involuntario al afirmar que los políticos no pueden mentir más de una vez. Si lo repitiese, se desmentiría.
Constatamos la manipulación del lenguaje público que desemboca en una inquietante reflexión final