La innovación como engaño
Pensamos en la innovación desde el marco que nos ha fijado la tecnología, el del progreso continuo, ese en el que siempre aparece una nueva versión de algún artilugio que mejora las funciones del precedente. Pero esta visión tiende a pasar por alto algunas realidades que parecen borradas de nuestro pensamiento. No todo lo nuevo es mejor y no todo lo que se acaba de inventar significa un avance. Hay medicamentos de última generación que se venden más caros y que sin embargo no mejoran las utilidades de aquellos que viene a sustituir; hay métodos de gestión empresariales novedosos que terminan siendo perjudiciales para la empresa; y hay modelos de negocio que se describen como el paso adelante definitivo, como los derivados de la uberización, y que sólo benefician a unos cuantos accionistas y perjudican al resto de la cadena.
Sin embargo, para la mayoría de la gente, la innovación se ha convertido en algo ineludible. Nadie va a estar en su contra como nadie estaría en contra de internet o del futuro. Es algo que debemos incorporar a nuestras vidas, a nuestras carreras profesionales y a nuestros negocios si queremos que todo vaya bien. Y, al mismo tiempo, sirve como explicación para todo: si algo funciona, la evidente explicación es que resulta innovador; si alguien no tiene trabajo, es porque no se ha reinventado; si un negocio sale mal, es porque se ha quedado anclado en el pasado.
MEJOR EN INGLÉS
Esta forma de pensar no es más que una convención, y lo innovador no es más que un término que va perdiendo su significado real para transmutarse en un lugar común que todo el mundo aplica porque otorga prestigio. En su plano más banal, decir que somos innovadores es como mostrar el último modelo de iPhone que nos acabamos de comprar o exhibir algún utensilio de moda. En realidad, la mayor parte de las cosas que se hacen hoy se hacían ayer, e incluso hace décadas. La tecnología ha brindado la oportunidad de actualizarlas, de reconvertirlas, de realizar un lavado de cara. Basta con cambiar los términos y utilizar conceptos diferentes de los del pasado, generalmente con un nombre en inglés, aunque se siga haciendo lo mismo. Se introducen pemayoría queñas variaciones sobre lo conocido y se amplifican esas diferencias como si fueran enormes revoluciones.
Esto es lo más frecuente, porque es muy cómodo. Se sigue trabajando en formas muy similares a las habituales, sólo que se vende de otra manera. Dado que competimos por ser percibidos como personas brillantes, empresas a la altura de sus tiempos o instituciones relevantes, solemos utilizar una serie de términos que subrayan esa diferencia, que no terminan siendo más que palabrería e innovación es uno de ellos.
El otro mal es justo el inverso, algo que se aprecia de un modo muy evidente en el entorno tecnológico, ya que se convierte en la excusa para formular un montón de promesas que muy raramente podrán cumplirse. Las noticias sobre productos en los que se está trabajando y que cambiarán todo son numerosísimas: los inversores intentan atraer a otros inversores asegurándoles que cualquier
start-up en la que participan posee algo revolucionario y que si no se suman a ello perderán una grandísima oportunidad. Por supuesto, la gran de esos proyectos acaban fracasando, pero da igual, porque la promesa seguirá circulando respecto de otros nuevos.
En realidad, la innovación es muy difícil de poner en marcha. Sea en procesos, en productos, en modelos de negocio, o en idear otros conceptos, es realmente inusual. Se trata de algo que ocurre muy pocas veces, y que muchas menos se lleva a la práctica. No es infrecuente que lo nuevo aparezca en un momento en el que la sociedad aún no está preparada y que sólo mucho tiempo después lleguen a cuajar. Pero, sobre todo, la innovación apenas ocurre porque exige, además de un cambio de mentalidad, un planteamiento estratégico que permita aplicarla. Requiere una voluntad firme de transformar las estructuras en las que se opera para poder aprovechar todas las ventajas que puede producir. Y eso significa, ante todo, mirar a medio y largo plazo.
Muy pocas firmas operan con esa perspectiva porque están sujetas a rentabilidades inmediatas, a las exigencias de los accionistas, a la supervisión constante de mercados y analistas, y el cambio innovador suele enfrentarse a esta mirada de corto alcance y presión continua.
Así las cosas, es mucho mejor desconfiar cuando oímos hablar de innovación, como si fuera una de esas personas que tiene una apariencia impecable pero nada bajo esa brillante superficie.