La Vanguardia

EL RETO DE LOS REFUGIADOS

Los campos de refugiados sirios en Hatay (Turquía) protegen a una población muy vulnerable a la que, sin embargo, no ayudan a integrarse

- XAVIER MAS DE XAXÀS

Turq íaa oge a ill es de re u ados s ios q ede asimilar como una pa más de su población.

Jaled Sheish es un guerriller­o derrotado, un padre de familia sin futuro, atrapado en el limbo de un campo de refugiados. Los ojos melancólic­os y las respuestas lacónicas expresan tanta vergüenza como frustració­n. Tiene 37 años, cinco hijos, una esposa y un país al que no podrá volver. Perdió la guerra y no sabe cómo salvar el presente. No es el único. Once millones de sirios se han refugiado en otros países. Su historia puedes escucharla no sólo en Hatay (Turquía), donde lo encontramo­s hace unos días, sino también en Líbano, Jordania y el resto de Oriente Medio.

Jaled, en todo caso, languidece, se sabe a salvo pero se siente inútil, atrapado en un tiempo vacío, condenado a la certeza de que los años de lucha y las muertes que acarrea no han servido para nada.

Antes de la guerra, antes de coger el fusil y enrolarse en el Ejército Libre de Siria, Jaled había sido camionero. Dalila lo esperaba en casa. Él conducía un tráiler entre Idlib y Damasco, entre Alepo y Alejandret­a. El alzamiento popular del 2011 y la brutal represión del régimen sirio lo llevaron al monte, a la pelea, a defender una Siria imaginada, una democracia islamista y tolerante, tan enemiga de los dictadores como de los yihadistas.

Fueron tres años largos metido en la trinchera, defendiend­o, atacando, luchando contra el ejército de Bashar el Asad y también contra el Estado Islámico que, poco a poco, con ayuda del dinero que venía del golfo Pérsico y la pasividad de Turquía, impuso la barbarie medieval. Perdió a un hermano, un tío y un sobrino, y un día lo bajaron malherido, con la pierna reventada. Fue entonces, hace ya tres años, cuando Dalila le dijo que dejara las armas, que sus hijos necesitaba­n un padre, que la frontera turca no estaba tan lejos, que allí pedirían asilo y Europa sería su destino, punto de arranque de una nueva vida. Huyeron de noche, reptaron bajo una alambrada y alcanzaron la salvación, el tedio de este campo que se llama Yibo y está en Yayladagui, provincia de Hatay, Turquía, una región de suaves colinas y tierra fértil fronteriza con Siria.

Los siete miembros de la familia Sheish viven en un contenedor de 21 metros cuadrados sin muebles, dividido en un lavabo y dos habitacion­es. En la principal está la nevera, la lavadora, el hornillo eléctrico y la televisión conectada al satélite. En la más pequeña se guardan las mantas y la ropa. La vida se hace a ras de suelo, y se duerme sobre colchoneta­s.

El campo es un lugar tranquilo, de calles rectas y pavimentad­as, con los contenedor­es blancos y pragmático­s, ordenados en hileras de dos pisos. Los niños van al colegio, juegan en el campo de fútbol y las pistas de baloncesto. Las mujeres compran en el supermerca­do, los hombres se sientan a la sombra, y el muecín marca el avance del día.

Las puertas están abiertas. Nadie impide a los refugiados irse a otra parte, buscarse la vida por su cuenta. Aunque estén fuera también reciben las cien liras mensuales (25 euros) que el Gobierno entrega a cada refugiado, aunque sea un ni-

ño. Para la familia de Jaled y Dalila son 700 liras, dinero que cada mes el Gobierno les abona en una tarjeta de débito, válida para comprar en el supermerca­do del campo y otros comercios asociados.

Dalila está contenta, feliz en su vida subsidiada, con los hijos a salvo, sin pedir nada más ni pensar en el mañana. Jaled, sin embargo, se rasca el cisne tatuado del brazo izquierdo mientras ordena las cuatro líneas que definen su vida. “Pedimos asilo en Canadá, pero no fuimos selecciona­dos. Trabajé durante un tiempo, más por hacer algo que por el dinero, porque sin los papeles en regla sólo encuentras cosas duras y muy mal pagadas, y no vale la pena. Vivimos con la ayuda

“Nuestra hospitalid­ad no da más de sí”, admite el alcalde de Antioquía mientras crece la tensión social

económica del Gobierno turco. Es poca, pero suficiente. Paso los días sin hacer nada y me siento inútil”.

Dalila trata de calmar su angustia. Se pelean de vez en cuando. Jaled ya no sabe cómo encarar el futuro. A Siria no volverá mientras Asad no caiga.“Sería traicionar todo por lo que he luchado. ¿De qué habrán servido el sacrificio y los muertos, si volvemos y todo sigue igual?”

“No sólo luchamos contra Asad –añade– sino también contra sus aliados, además de contra los yihadistas. ¿De dónde han salido estos grupos? No existían antes de la guerra. No me lo explico. Sólo sé que no puedo regresar a Siria. Idlib no tardará en caer, y no me queda nada allí. Si vuelvo, me matarán. Pero también tiene razón Dalila cuando dice que sólo tiene sentido vivir día a día”.

Sus hijos entran y salen, hacen como que no escuchan porque la historia de su padre la han oído mil veces y siguen sin entenderla. Los más pequeños han nacido en Hatay. No han visto la guerra, sólo sus consecuenc­ias, y a veces, cuando el día se les tuerce, sienten que les falta algo, que no tienen derecho a la inocencia ni a la felicidad del que no aspira nada más porque nada más ha conocido. Es entonces cuando los psicólogos infantiles de Kizilay, la Media Luna Roja turca, los cogen y les hablan de otra forma, les fortalecen la autoestima, les dicen que son el futuro, que han de ser fuertes y aprender mucho.

La historia de la familia Sheish la oímos parecida en el campo de Boynuyogun y en las calles de Antioquía, donde encontramo­s a un niño sirio de diez años que cada tarde, después del colegio, pasa cinco horas haciendo tortas en un restaurant­e a cambio de apenas cinco liras por jornada, algo más de un euro.

El sistema explota a los más vulnerable­s. Los sirios trabajan por menos que los turcos, y los turcos más necesitado­s se quedan sin empleo. El mercado de alquiler ha subido ante la demanda de los refugiados sirios. De nuevo, los turcos más pobres sufren las consecuenc­ias. La tensión social va en aumento y así lo constata Mehmet Ali, presidente de la cámara de comercio de Hatay: “A los sirios no les gusta trabajar. Prefieren divertirse y tener hijos para recibir más dinero del Gobierno”.

“Nosotros trabajamos de día y dormimos de noche –explica Lüftü Savash, alcalde de Antioquía–, pero ellos, los sirios, prefieren vivir de noche y dormir de día y esto nos incomoda. Al principio éramos más tolerantes, pero ahora sabemos que nuestros invitados van a quedarse para siempre y nuestra hospitalid­ad no da más de sí. La crisis de los refugiados nos causa perjuicios sociológic­os, económicos y psicológic­os. La presión sobre el espacio urbano es brutal. No podemos seguir así”.

Hatay, con una población de 1,5 millones de habitantes, acoge a medio millón de refugiados. La guerra ha destruido el comercio con Siria. De 8.000 millones de dólares que se movían anualmente antes del 2011 se han pasado a los 4.330 de hoy. Más de 500 empresas han cerrado.

El gobernador Erdal Ata tiene las cifras en la cabeza. Nos ofrece agua de colonia para frotarnos las manos, té, café y chocolatin­as en su despacho del antiguo palacio presidenci­al.

A instancias de la Francia colonial, Hatay fue una república independie­nte entre septiembre de 1938 y junio de 1939, cuando la población optó por incorporar­se a Turquía en un referéndum de autodeterm­inación.

Turcos, alauíes, armenios, cristianos ortodoxos, árabes musulmanes, árabes cristianos y un puñado de judíos conviven en paz en esta pequeña provincia que históricam­ente ha sido la salida de Alepo al Mediterrán­eo. El gobernador lamenta que seis años de guerra hayan convertido a Hatay, especialme­nte a Antioquía y el puerto de Alejandret­a (Iskenderun), en un callejón sin salida. “Europa debería ponerse en nuestro lugar y ayudarnos mucho más, entender que la democracia, aun siendo importante, no es tan urgente como acabar con la guerra en Siria”.

El alcalde Savash también cree que Europa debería hacer más, pero no sólo financiand­o el coste de los refugiados, como pide el gobernador, sino abanderand­o la paz. “El arma más potente del mundo son las ideas, y Europa tiene de sobras. Los países que luchan en Siria han perdido el sentido común, son parte de la guerra. Sólo Europa puede conseguir la paz, y no entiendo que no haga nada. O no sabe el poder que tiene o no le importa lo que aquí sucede”.

Turquía lleva gastados 26.000 millones de dólares en 3,5 millones de refugiados sirios y apenas ha recibido 500 millones de la ayuda internacio­nal. Son datos que maneja Itir Akdogan, investigad­ora del

think tank Tesev, para convencer al Gobierno de que el sistema no es sostenible. “La mayoría de los refugiados no va a volver a Siria porque lo ha perdido todo, y al Gobierno le cuesta aceptar que ya no se enfrenta a una emergencia temporal sino a un problema de desarrollo. El refugiado recibe dinero, pero ninguna ayuda para que se integre. Se le trata como a un desamparad­o cuando debería tratársele como a un igual al que es urgente integrar”.

El profesor Nuri Timaz, sociólogo de la Universida­d de Marmara y de la fundación SETA, va aún más lejos y sostiene que los campos deben cerrarse. “Turquía no está preparada para acoger a tantos refugiados. De los 3,5 millones, dos tercios son mujeres y menores. Hay 900.000 niños sirios sin escolariza­r, que son víctimas de abusos laborales. En los campos hay 270.000 refugiados, y estas personas, cuanto más tiempo pasen allí, más difícil lo tendrán para integrarse. Son como animales enjaulados. Los alimentamo­s y ellos viven sin hacer nada, teniendo hijos porque así lo manda su tradición, pero sin entender que han de cambiar”.

Mohamed Yemal, sirio de Idlib que ahora vive refugiado en Antioquía, no quiere cambiar, sino trabajar. “Turquía nos trata bien, pero la vida es difícil. Tenemos buena atención sanitaria, nuestros hijos van al colegio, no pagamos impuestos y recibimos un subsidio, pero no podemos trabajar, y nos suben el alquiler sin parar. Ya pagamos 500 liras (125 euros) al mes por una habitación en la que dormimos seis”.

“Ahora sabemos que la guerra no acabará nunca –asegura el guerriller­o Jaled–. Aunque derrotemos a Asad, nos quedarán los yihadistas. Vamos a estar aquí para siempre”.

Este aquí es Hatay, Antioquía, de donde hace dos milenios salió Pedro, el discípulo de Jesús, para morir crucificad­o en Roma. Aquí llamaron a sus seguidores “cristianos” por primera vez. “Esta es la ciudad de los desastres –explica Fadi Hurigil, líder de la iglesia ortodoxa–, del cólera y los terremotos que han diezmado la población y los edificios a lo largo de la historia, pero aún no hemos perdido nuestra alma, el alma de Abraham, nuestro padre común”.

La gente de esta tierra cree mucho en Dios y a él se refieren constantem­ente para explicar el horror, asumir su destino y aferrarse a la esperanza.

El guerriller­o Jaled agradece la ayuda de Turquía, pero se siente un inútil por no poder trabajar

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FOTOGRAFÍA­S: XAVIER MAS DE XAXÀS
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