Theresa May impone su nacionalismo
La premier pide un mandato personal para negociar el divorcio de la UE
Theresa May convocó las elecciones para aumentar su mayoría, obtener un mandato propio y el refrendo a su particular versión dura del Brexit, pero no ha tenido una buena campaña. Cuanto más de cerca la ven los votantes, menos les gusta. Sus respuestas y sus maneras son tan robóticas que en las redes sociales es conocida como Maybot. Las audiencias la abuchean cuando intenta justificar la austeridad o el estado de la sanidad pública. Transmite opacidad, inseguridad, indecisión. Ha tenido que dar marcha atrás en varias propuestas clave. Tiene un estilo napoleónico, casi dictatorial, encerrada en su propia burbuja. No admite críticas. Su mensaje populista no ha calado entre la izquierda, y a la derecha tradicional le irrita que cuestione el libre mercado. Creyó que se iba a tratar de una procesión triunfal y ha llegado renqueante a la meta.
Pero aun así, es muy probable que el jueves gane.
Jeremy Corbyn, en cambio, ha tenido una buena campaña. Empezó desahuciado, en cuidados paliativos, como el hombre que acabaría de hundir al Partido Laborista y provocar tal vez una escisión. Las encuestas le daban apenas un centenar de escaños, el peor resultado de la historia, superando la debacle de Michael Foot en 1983. Su humillación estaba escrita en las estrellas y era el deseo de los dioses. Pero en directo, sin pasar por el tamiz de una prensa abrumadoramente hostil, ha dado una imagen de frescura, sobre todo en comparación con tiranosaurio May. Ha dicho lo que pensaba (aunque no gustase a los votantes, como su reticencia a apretar el botón nuclear). Se ha mostrado sincero y honesto, con las ideas claras. Ha conectado con los jóvenes. Ha reconocido que ha hecho concesiones, “porque el Labour no es una dictadura”. Ha defendido la contribución de los inmigrantes y expresado sus dudas sobre el Brexit. Ha recortado distancias. Pero es muy probable que el jueves pierda.
Las dimensiones de la previsible victoria tory (las encuestas oscilan entre una mayoría de más de cien y un gobierno en minoría) dependerán de hasta qué punto se movilicen los jóvenes, los eurófilos y los votantes de clase trabajadora, porque los conservadores, los jubilados y los euroescépticos seguro que lo van a hacer (por eso ganó el Brexit el año pasado). Y también de hasta qué punto el nacionalismo inglés blanco de May, su gran apuesta, seduce a los laboristas que recelan de Corbyn en temas de seguridad y defensa. Ha sido tan caricaturizado como un marxista radical –incluso un estalinista, con la hoz en una mano y el martillo en la otra– que hay gente que está de acuerdo con muchas cosas de las que dice, pero le da miedo.
Los conservadores tienen una reputación de crueldad con los pobres y magnanimidad con los ricos, defensores a ultranza de la City y del capital, desalmados a la hora de recortar el Estado de bienestar, pero también de ser mejores gestores que el Labour. Y ahora que se trata de administrar la austeridad y el Brexit, el electorado en principio los prefiere. Los laboristas, por su parte, gozan de una fama de despilfarradores. Lo cual está bien en tiempos de vacas gordas, cuando hay dinero que gastar en una mejor sanidad, educación y transporte, pero no cuando las arcas están vacías y se trata de conseguir el mejor divorcio posible con Europa. May será una pavisosa, pero el grueso del electorado parece fiarse más de ella a la hora de negociar y reclamar.
Aunque Corbyn ha hecho una campaña muchísimo mejor de lo que se esperaba, factores importantes juegan a favor de May. Para empezar, que su partido ha fagocitado al UKIP (desaparecido una vez alcanzado el Brexit) y a sus 3,8 millones de votantes, algunos de los cuales pasarán al Labour, pero la inmensa mayoría se reciclará como
tories. Que el europeísmo de los liberales no ha calado entre los enemigos del Brexit, que prefieren pasar página en vez de reclamar otro referéndum. Que la población es cada vez más mayor, y por cada década que envejece vota un 8% más a los conservadores. Que nueve de cada diez votantes de más de 75 años son de derechas, y lo que quieren es una vida tranquila en la campiña inglesa yendo a la biblioteca y sacando a pasear el perro labrador, haciendo punto, jugando al ajedrez, cobrando su pensión y viviendo de las rentas, que no se las toquen. Que en 466 circunscripciones los jubilados constituyen un 30% del registro, y en 39 son mayoría. Que el electorado nunca admite equivocarse. Un 50% dice que el resultado del referéndum fue un error, pero un 80% considera que hay que seguir adelante con la salida de la UE.
Theresa May ha desatado en
Los votantes suelen preferir a los ‘tories’ a la hora de gestionar las crisis, ya sean de índole económica o el Brexit La mitad del electorado cree que el Brexit es un error, pero un 80% dice que hay que seguir adelante con la ruptura
Gran Bretaña una guerra cultural, como Trump en Estados Unidos, y ha traído a un país famoso por su sensatez las políticas tribales e identitarias tan de moda, el mundo de la posverdad y de la pospolítica. Igual que Richard Nixon acusó a George McGovern de favorecer “el ácido, el aborto y la amnistía”, ella ha estigmatizado a los enemigos del Brexit como malos patriotas, saboteadores de la voluntad nacional, gente que no es de ninguna parte. Ha adoptado el lenguaje de la extrema derecha y recorrido el país con camionetas que dicen foreigners go home. Se ha erigido en portavoz de la mayoría silenciosa, de los nuestros, la gente como nosotros, los ciudadanos de carne y hueso . Ha apelado al sector conservador y nacionalista de las clases trabajadoras, amenazándolas con la alternativa de una “coalición del caos” liderada por el socialista Corbyn y apoyada por la independentista escocesa Sturgeon y el europeísta Farron (liberal). Se ha mostrado mediocre y nerviosa, ni Disraeli ni Thatcher.
Conservadora más de campo que de ciudad, enemiga de la Ilustración y todo lo que huela a intelectualidad, ha arremetido una vez tras otra contra Europa y los inmigrantes, adoptando una posición de absoluto antagonismo que le puede costar cara en las negociaciones. Pero no ha ofrecido soluciones a los problemas clave: la pérdida de tolerancia, una economía poco productiva (la mitad del país lo es tanto como la antigua Alemania del Este), la desigualdad creciente, el populismo, un Parlamento débil, los sueños irreales de grandeza imperial. Ha respondido con el silencio a las preguntas sobre lo que quiere del Brexit o el lugar que ve para el Reino Unido en el mundo. Ha dejado el eslogan “un gobierno fuerte y estable” porque no calaba. Ha tomado a los votantes por más simples de lo que son. Cuando se ha arriesgado a proponer subidas de impuestos o una revolución de la atención social a los mayores, ha tenido que dar marcha atrás. Por un lado, control absoluto del mensaje, por otro, amateurismo e improvisación. Su
new deal ha quedado en nada.
Como buena hija de un vicario, May considera que su papel es mantener junto el rebaño, unir a la parroquia ante el vendaval del Brexit. Es gris pero tenaz. Y Corbyn se ha ganado el respeto, pero da miedo.
Franco y directo, el líder laborista recorta distancias con May, pero lo tiene casi todo en contra para ganar