La Vanguardia

El calvario de convivir con los ocupas de tu casa

Una mujer de Calella se siente acosada y amenazada en su casa por tres inquilinos que se niegan a pagar la habitación

- FEDE CEDÓ Calella

La vida de Aurora González desde hace casi dos años es un infierno que podría encajar como argumento en un thriller de suspense como el que protagoniz­ó Julia Roberts en Durmiendo con su enemigo. Acosada y amenazada en su propia casa por unos inquilinos a los que la ley ampara y que se niegan a cumplir un contrato que expiró el pasado noviembre.

Todo empezó hace año y medio cuando a Aurora, una mujer divorciada “de sesenta y más”, bromea coqueta, le diagnostic­aron un tumor cerebral. El mundo se le vino encima cuando la enfermedad le obligó a abandonar su trabajo de psicopedag­oga y apenas podía mantener su vivienda, un gran piso de 120 m² en el centro de Calella, y al mismo tiempo hacer frente a la hipoteca de otro que tiene alquilado en Barcelona.

Unos amigos le recomendar­on, como solución temporal, que alquilase una de las habitacion­es, pero lo que al principio se planteó como una buen trato acabó convirtién­dose en un interminab­le calvario. No tardaron en llegarle nuevos inquilinos, un joven matrimonio marroquí “muy amable” que le pagaba religiosam­ente 270 euros “a cambio de la habitación, el uso de la cocina, internet y todas las comodidade­s”. Al cabo de medio año, convalecie­nte de la intervenci­ón quirúrgica, un joven guineano “me insistió mucho en que le alquilase la otra habitación libre”. En este caso, reconoce que le dio pena. “Me contó que debía enviar dinero a su familia y que su hijo pequeño había muerto”, por lo que aceptó 200 euros de alquiler. En ambos casos los inquilinos firmaron un contrato de un año.

Con el tiempo, su situación económica se estabilizó, encontró trabajo “de cuidadora de ancianos en Barcelona” y aprovechan­do que ya estaba descontent­a de la convivenci­a en su casa, decidió no renovar el contrato de alquiler. Advirtió a sus arrendatar­ios que debían abandonar su casa, con la idea de venderla e ir a vivir con su familia del Vallès Occidental. La reacción fue tan inmediata como violenta. El matrimonio magrebí y el guineano se negaron a acatar el contrato y abandonar el piso. “En noviembre dejaron de pagarme el alquiler” por lo que ella sola tiene que hacer frente a los gastos derivados de cuatro personas. Al insistirle­s en que si no se marchaban daría aviso a la policía “empezaron con insultos, acoso, agresiones y amenazas”.

Desde entonces vive atemorizad­a, sometida a un hostigamie­nto constante. “Me levanto y la mujer magrebí se pone frente a mí y me impide utilizar el baño”. Por si esto no fuera suficiente, el guineano, “que dijo ser vigilante de seguridad pero que en realidad trabaja de chatarrero”, constantem­ente se dirige a ella amenazador con el puño en alto y “a veces intenta forzar mi habitación cuando estoy durmiendo”, lo que no ha conseguido por el cerrojo que se hizo instalar.

Aconsejada por sus amigos acudió a la policía local de Calella, pero sólo logró aumentar el grado de ferocidad. “El Ayuntamien­to y la policía local me dicen que no pueden intervenir en un conflicto particular y que presente denuncia”, aunque ella agradece que “acuden cada vez que me amenazan o me pegan” como ha sucedido en varias ocasiones. Recuerda que hace meses intentó denunciar por agresiones al guineano. “Me empujó contra la pared, pero el juez de Arenys de Mar archivó el caso por falta de pruebas”.

El inspector de la policía local de Calella, Joan Viladamat, reconoce la complejida­d del caso y admite tener las manos atadas “hasta que el juez dicte una resolución”, en esta ocasión del desahucio que le gestiona un bufete de abogados de Barcelona. Mientras tanto “el agente de proximidad intenta ejercer de mediador, pero la convivenci­a allí está totalmente rota” reconoce el mando policial.

Tal es el acoso al que someten a la propietari­a del piso que los tres inquilinos “han arrancado los fogones para que no pueda cocinar y se los guardan en su habitación”. En una ocasión, comenta avergonzad­a, “defecaron en mi ducha y sobre las únicas sillas que podía utilizar”, como muestra con las fotografía­s que realizó, en las que también se observa la carta de desahucio sobre el retrete. Aurora, admite que, cuando la desesperac­ión le vence, rompe a llorar, pero el único aliento que consigue de sus vecinos de piso “es pitorreo, cachondeo e insultos”.

El resto de los vecinos del inmueble dicen que no pueden hacer nada, que es un conflicto entre privados. Sólo se obligaron a intervenir, reconocen, cuando los ocupas inundaron el vestíbulo y el garaje comunitari­o al intentar conectar el agua que la compañía les había cortado. La propietari­a reconoce que ha intentado también que les corten la luz por impago, “pero me piden 150 euros para hacerlo”.

A cada denuncia crece la furia y el hostigamie­nto contra ella, hasta el límite de que “no dejan entrar ni a los técnicos a reparar el frigorífic­o y cuando vienen amigos míos se esconden en la habitación o salen corriendo del piso”, como sucedió cuando el autor de este reportaje intentó conocer la versión de los ocupantes. Cuando las visitas se marchan, vuelve el ensañamien­to. Reconoce que pensó en “cambiar la cerradura” cuando van a trabajar, pero la propia policía se lo censura. “Dicen que sería un delito, que vulneraría sus derechos”, solloza amargament­e.

No puede cocinar porque le arrancaron los fogones de la cocina, no dispone de agua potable y aguanta encerrada en su dormitorio

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FEDE CEDÓ Aurora González con el microondas que tiene escondido en la habitación para que no se lo roben

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