Tamim bin Hamad al Zani
Seis países rompen con el emirato por apoyar a grupos extremistas y a Irán
EMIR DE QATAR
Egipto, Arabia Saudí, Emiratos Árabes y otros países musulmanes han cortado relaciones diplomáticas con Qatar, al que acusan de confraternizar con Irán y apoyar a fuerzas terroristas como Al Qaeda o el Estado Islámico.
Qatar es desde ayer más península que nunca, tras la ruptura de relaciones impuesta por Arabia Saudí, Egipto y Emiratos Árabes Unidos. Un inaudito órdago inspirado por Riad que pretende asfixiar al miniestado gasista, por apoyar a fuerzas islamistas hostiles y contemporizar con Teherán.
A los países ya citados se han sumado sus satélites Bahréin y Yemen, además de las Maldivas y una facción libia. Algo con consecuencias graves para las comunicaciones y los negocios en la región. Así, los ciudadanos qataríes deberán abandonar los países circundantes antes de quince días, mientras que sus diplomáticos deberán hacerlo hoy mismo. Asimismo, Arabia Saudí ha clausurado la delegación del canal qatarí Al Yazira, ha cerrado su espacio aéreo a Qatar Airways y ha prohibido a sus ciudadanos que viajen al estado vecino. De hecho, todos estos países han suspendido ya sus vuelos a Doha, la capital qatarí, que ha correspondido con la misma moneda. El anuncio del cerco ha provocado colas en los supermercados de Qatar, donde la bolsa bajó un 7%.
En la picota está la supuesta actitud conciliatoria de Qatar hacia Irán y su afiliado chií en Líbano –Hizbulah–, así como hacia los Hermanos Musulmanes egipcios y sus afines de Hamas en Palestina. Sus enemigos árabes incluyen también en la lista, sin aportar ninguna prueba, al Estado Islámico y Al Qaeda.
Ayer se cumplieron cincuenta años de la fulminante guerra de los Seis Días con la que Israel humilló a los países árabes y ocupó –hasta hoy– los territorios palestinos. Con la misma velocidad del rayo, los regímenes árabes encabezados por la familia de los Saud asestaron ayer un mazazo contra su propia unidad, haciendo saltar por los aires el Consejo de Cooperación del Golfo.
Un tiro en el pie con munición, más que nunca, estadounidense, ya que el presidente Donald Trump visitó hace tres semanas Arabia Saudí, junto a su esposa y su yerno, Jared Kushner, y salió con el compromiso árabe de adquisiciones armamentistas por cien mil millones de euros. Lo hizo tras declarar, contra toda evidencia y en el país de los perpetradores del 11-S, que Irán es el gran patrocinador mundial del terrorismo. La primera contrapartida se vio apenas dos días después, cuando Bahréin –con cuyo rey también se encontró– aplastó de una vez por todas –cinco muertos– la sentada que desde hacía meses protestaba contra el enjuiciamiento del ayatolá que desde el 2011 inspira las protestas democratizadoras de la mayoría chií contra la monarquía suní. Bahréin acoge la V Flota de EE.UU.
A diferencia de este archipiélago, la península vecina cuyos buques insignia son Qatar Airways y Al Yazira, conduce con determinación su propia política interna-
cional, cada vez menos en sintonía con el gran hermano saudí –lo que ya tuvo que ver con la abdicación del anterior jeque en el 2013– y con sus propias alianzas internacionales (Qatar es a la fuerza aérea de EE.UU. lo que Bahréin representa para la Navy).
La gota que colmó el vaso, hace unos días, fue cuando la agencia de noticias de Qatar difundió que el jeque Tamim bin Hamad al Zani, en un discurso ante sus propias fuerzas armadas, había calificado a Irán de país musulmán estabilizador y a Hizbulah y a Hamas –que este fin de semana intentaba reparar puentes con el mariscal Al Sisi de Egipto– como “fuerzas de resistencia”, a pesar de que Arabia y otros países los consideran organizaciones terroristas. Qatar tuvo que esgrimir más tarde que todo había sido obra de un hacker.
Todo esto se produce en el momento en que Qatar –que el año pasado registró su primer déficit presupuestario en quince años– ha decidido relanzar la explotación del mayor yacimiento de gas del planeta, que comparte con Irán y que estaba congelado desde el 2005. Esta y otras contemporizaciones pueden haber llevado al golpe de mano de ayer, que incluye también la expulsión de Qatar de la coalición árabe que bombardea a las milicias hutíes –chiíes– de Yemen.
Aunque no es la primera vez que los vecinos de Qatar retiran a sus embajadores –sucedió en el 2014– la escalada actual va mucho más allá desde el primer día.
Qatar ha dejado de ser, para los regímenes de Arabia y Egipto, una nota suelta en una misma partitura, para convertirse en una chirriante amenaza a sus regímenes. La alarma cundió durante las primaveras árabes del 2011, apoyadas mediática, política y económicamente por Qatar. La línea roja para Arabia Saudí, guardiana del rígido sunismo wahabí –del que beben Al Qaeda, el Estado Islámico o los talibanes– es cualquier acercamiento a Irán, que lidera el campo chií. Como en el caso de Erdogan en Turquía, cuyo principal apoyo es precisamente Qatar, una agenda internacional propia y expansiva, teñida de islamismo light –y para sus detractores, manchada de populismo y complicidades más siniestras– ha terminado siendo una bomba de relojería para sus antiguas alianzas. Qatar es objetivo número uno de ciertos think-tanks neocons, que postulan el traslado de la base aérea de EE.UU. a Emiratos, donde en febrero los hijos de Trump inauguraron un club de golf –con cien chalets– que lleva su nombre. La rivalidad entre Qatar Airways y Emirates va más allá de las camisetas. El Clásico acaba de empezar y durará más de seis días.
Sectores ‘neocon’ de EE.UU. presionan para trasladar la base aérea norteamericana de Qatar a los Emiratos