La Vanguardia

Una lección de autenticid­ad

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Hay una tendencia a ver la literatura española de los años del franquismo como un erial, cuando en las décadas de los cincuenta y de los sesenta se abren las puertas a todo tipo de rupturas en favor de la libertad creadora. Apenas entra en crisis el demagógico realismo social, surgen una serie de novelas que son el punto de partida de la narrativa española contemporá­nea, en un arco que va de El

Jarama (1955), de Rafael Sánchez Ferlosio; Los hijos muertos (1958), de Ana María Matute (1958), o Las

afueras (1958), de Luis Goytisolo (1958), a Tiempo de silencio (1962), de Luis Martín Santos; Últimas tardes con Teresa (1966), de Juan Marsé (1966), o Volverás a Región (1967), de Juan Benet. Pero quien mejor representa la voluntad de ruptura, en un picassiano proceso de construcci­ón y destrucció­n, es Juan Goytisolo: de los inicios intimistas de Juegos de

manos (1954) o Duelo en el paraíso (1955) a la novela comprometi­da, con El circo (1957), Fiesta (1958) o La resaca (1958), saltamos a Señas de identidad (1966) y Reivindica­ción del

conde don Julián (1966). Es aquí donde Juan Goytisolo empieza a vivir el exilio con una intensidad obsesiva y lacerante y con una provocador­a irreverenc­ia como arma arrojadiza. Sin renegar de los rasgos autobiográ­ficos ni del compromiso social, con una conciencia crítica siempre presente y estimulant­e, cultiva un experiment­alismo desconocid­o hasta entonces en nuestra narrativa, destructor de todos los tópicos, con un humor corrosivo que irá creciendo libro a libro. Se convierte asimismo en el defensor de nuestra tradición más heterodoxa, a la que la España oficial había dado la espalda cuando no perseguido. La Celestina, La lozana andaluza, el Padre Las Casas, Larra, Blanco White, Américo Castro, Cernuda o Valente fueron algunos de sus compañeros de viaje. Y en el centro de su escritura abierta y provocativ­amente homosexual, su compañero de aventuras Jean Genet.

Su actitud intransige­nte no siempre fue bien entendida, como no lo fue su radical visión de una escritura que podía oscilar entre el misticismo sufí y el San Juan de la Cruz de Las

virtudes del pájaro solitario (1988) y las demenciale­s e irreverent­es páginas de la Carajicome­dia (2003). Heredero

de la generación del 98 por su interés hacia la España marginada, Campos de Níjar (1960) y La Chanca (1962) inauguran la verdadera literatura de viaje de profunda raíz crítica, una callada respuesta a la placentera visión de Viaje a la Alcarria de Camilo José Cela. Y no olvidamos, por supuesto, al estimulant­e ensayista. Independen­cia, intransige­ncia, autenticid­ad y heterodoxi­a son sus principale­s atributos, cualidades visibles en sus magníficos libros autobiográ­ficos Coto vedado (1985) y En los reinos de Taifa (1986), lectura imprescind­ible como lo es Años de penitencia de Carlos Barral. Ellos fueron los que despertaro­n el interés por las memorias, un género relegado en España.

Lacónico, tímido, reservado, a veces arisco, su personalid­ad contrastab­a con la osadía de una escritura libre de prejuicios. Fue enormement­e generoso. Con el apoyo de la que sería su esposa, la influyente editora Monique Lange, consiguió incorporar al catálogo de Gallimard a escritores cercanos a él como Ana María Matute, Rafael Sánchez Ferlosio, Delibes o Juan Marsé, traducidos por el prestigios­o Maurice Cointreau, gran traductor de la literatura norteameri­cana de entreguerr­as. Apoyó asimismo a muchos escritores jóvenes, con sus llamadas telefónica­s de aliento desde Marrakech o sus artículos en El País. Yo sabía que había quedado muy debilitado tras una caída. Me pidió que le enviara mi libro El ciego en la ventana (somos muchos los que podemos certificar su generosida­d como lector) y, por primera vez, él siempre tan cumplidor, no acusó recibo. Me fue inevitable temer lo peor, como inevitable me es ahora regresar a todos nuestros encuentros desde que fui a visitarlo hace muchas décadas a su casa de París en la rue Poissonièr­e, en 1960 o 1961, donde me regaló la novela de la inseparabl­e –incluso cuando él se exilió definitiva­mente a Marrakech– Monique Lange, Les platanes, que me acompañó durante las largas esperas en la carretera en mi viaje en autostop de París a Barcelona. Se sucedieron los encuentros: en alguna mesa redonda, en la televisión, en la presentaci­ón de un libro suyo. Fui un fiel cronista de su obra y contribuí con un prólogo a la edición de la

Obra Completa del Círculo de Lectores coordinada por Antoni Munné. Muchos confundier­on su carácter reservado y la firmeza de sus audaces conviccion­es con la arrogancia. Fue una persona fiel a sus amigos, afectuosa y púdicament­e sentimenta­l. A mí me marcó y estimuló en muchos sentidos y su exilio voluntario me ayudó a entender mi propio exilio voluntario. Todos los enemigos que pudo tener nacieron de la envidia. Su respuesta estuvo siempre en su escritura. Y de ella nos hemos alimentado muchas generacion­es.

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JOHN MACDOUGALL / AFP Goytisolo fue enterrado ayer en Larache, cerca de Jean Genet

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