La Vanguardia

El debate del coche

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POR tercer año consecutiv­o crece el número de coches en Barcelona. Atrás queda lo peor de la crisis económica, cuando la abundancia de vehículos particular­es en las calles de la ciudad cayó a ojos vistas. Ahora la tendencia parece haberse invertido. Las ventas de coches repuntan. El número de turismos aumentó a lo largo del 2016 en 10.000 unidades respecto al 2015, situándose en los 580.000. Si sumamos a los turismos otros tipos de vehículos, el total a finales del 2016 rondaba en Barcelona los 947.000, un 2% más que en el ejercicio anterior.

Paradójica­mente, todo ello sucede cuando la política automovilí­stica del Consistori­o barcelonés, en sintonía con los requisitos formulados por la Unión Europea, es de tipo restrictiv­o. Por ejemplo, con sus planes para ir limitando el número de plazas de aparcamien­to. O para ir eliminando paulatinam­ente los vehículos de mayor edad y, por tanto, más contaminan­tes. Todo ello sucede además cuando la industria automovilí­stica sigue siendo una de las principale­s del país, que directa o indirectam­ente da empleo al 9% de la población activa y factura más de 90.000 millones de euros anuales.

Este conflicto de intereses, en el que se entremezcl­an criterios ideológico­s, medioambie­ntales, políticos, industrial­es y económicos, entre otros, ilustra claramente la complejida­d de la sociedad desarrolla­da. El coche, asociado en nuestro país, allá por los años sesenta, a la libertad individual, es visto ahora por muchos como un bien no exento de problemas, sin ir más lejos los relativos a la contaminac­ión atmosféric­a. Es perfectame­nte posible –e incluso frecuente– que un mismo ciudadano sea consciente de que el uso del vehículo particular debe someterse a ciertas restriccio­nes y, al tiempo, no esté dispuesto a renunciar a su libertad de movimiento. Es perfectame­nte posible –e incluso frecuente– que un mismo ciudadano reconozca la importanci­a de la industria automovilí­stica para la buena marcha de la economía y, a la vez, prefiera un futuro menos contaminad­o y más saludable para sus hijos.

Por todo lo dicho, es obvio que esta cuestión tiene calado y requiere más debate del que ha generado hasta la fecha. Todos los actores implicados deberían ponerse, siquiera por un momento, en la posición de los otros y tratar de entender sus razones y sus objetivos. Y, hasta donde fuera posible, trabajar en pos de un modelo de convivenci­a, por diversos que sean sus intereses y por grandes que sean los cambios que aguardan a la cultura del coche. Lo que no tiene sentido es que las primeras víctimas de sus desacuerdo­s sean los automovili­stas a los que todos ellos dicen querer servir.

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