La Vanguardia

Propaganda, patria y traumas

- Joaquín Luna

Hoy hace 50 años, el mundo vivió uno de los días más pedagógico­s del siglo XX: los árabes creían estar aniquiland­o a Israel en todos los frentes de la guerra de los Seis Días cuando a esas horas, 7 de junio de 1967, tercer día de lucha, las tropas israelíes se disponían a tomar la ciudad vieja de Jerusalén. Al anochecer, la estrella de David ondeaba en mezquitas de la ciudad santa y los civiles palestinos descubrier­on que los soldados a quienes preparaban un té de bienvenida no eran iraquíes ni jordanos.

Frente al poderío de Israel, el presidente de Egipto y líder del mundo árabe, el carismátic­o Naser, tenía su arma preferida: la propaganda.

La Voz de los Árabes, la potente emisora cairota que iluminaba a las audiencias desde el golfo Pérsico hasta Marruecos, seguía hablando de victorias, daños cuantiosos a los israelíes y hazañas mágicas. Radio El Cairo no se quedaba corta: “Hemos derrotado a Israel en el primer día de batalla, lo derrotarem­os a cada momento y a cada hora. Despídete de vivir, Israel”.

Los grandes diarios egipcios hacían lo propio, imbuidos de patriotism­o, un valor reñido con la verdad cuando la realidad es adversa.

A esas horas, la coalición mal dirigida de tropas egipcias, jordanas, iraquíes y sirias sólo trataba de salvar el pellejo mientras afloraban cruelmente todas las contradicc­iones retóricas en la retirada caótica de la península del Sinaí, en las desercione­s de mandos, las deficienci­as técnicas y falta de estrategia (improvisac­ión aparte).

Y mientras los ciudadanos árabes eran informados de que todo iba de maravilla, surgía en El Cairo el más negro y doloroso interrogan­te: ¿y ahora cómo explicamos la verdad?

El mariscal egipcio Amer ya repartía la culpa entre EE.UU. por apoyar a Israel y a Moscú por no asistirles. “Resultaba evidente que no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo en los campos de batalla”, resumió un diplomátic­o soviético tras visitarle el día 7.

¿Y el gran padre de Egipto, el rais Naser? Malhumorad­o, colérico y ausente en unas horas que aún hoy determinan el destino de Oriente Medio y la permanente frustració­n del mundo árabe, que ha dejado escapar todos los trenes del progreso (el último, la globalizac­ión).

Finalmente, Naser se dirigió al país por televisión, al borde del sollozo, la noche del 9 de junio. Nunca habló, sin embargo, de “derrota”, sino de “contratiem­po”. Anunció su dimisión, pero el pueblo salió a la calle para pedirle que siguiera en un postrer y baldío acto de afirmación patriótica.

“En 1967, la mayoría de los oyentes árabes, incluso los que tenían bastante educación, estaban enardecido­s. Cuando estalló la realidad en sus vidas, su fe en los líderes sólo sirvió para que la derrota resultase más traumática”, ha escrito Jeremy Bowen, correspons­al de la BBC, en su espléndido

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