Responsabilidad difusa
Kepa Aulestia analiza los últimos movimientos del proceso catalán: “Es de suponer que no será Pep Guardiola quien se haga cargo de lo que resulte finalmente. En este caso, la determinante participación de las entidades de la sociedad civil es un reflejo más de la volatilidad, en cuanto que no se sabe dónde comienza y dónde acaba su papel y, por tanto, cuál es la jerarquía efectiva en la toma de decisiones”.
Los cambios socioelectorales que experimentan los países europeos no se limitan únicamente al declive más o menos pronunciado de los partidos tradicionales, porque tampoco se asegura su sustitución por parte de las formaciones emergentes. La transformación está siendo más profunda, en cuanto que afecta a esa apreciable fidelidad con la que los ciudadanos han dado su voto a tal o cual opción durante varios comicios.
La volatilidad alcanza además a los cuadrantes clásicos de la división ideológica, puesto que, como ha ocurrido en Francia y en Alemania, hay votantes que varían sus preferencias de la izquierda obrerista al populismo de derechas, y viceversa, como pasó en el Reino Unido en las elecciones del pasado jueves. La fuerza que más nítidamente abogó por el Brexit desde el primer momento, el UKIP, se ha quedado fuera del Parlamento británico en unas elecciones convocadas precisamente para fortalecer la posición de Londres en la negociación de su salida de la Unión Europea. Lo dice todo sobre la naturaleza gaseosa de este nuevo tiempo.
La incertidumbre es tal que la volatilidad se ha llevado por delante el mismo concepto de tendencia electoral, categoría que se desvanece entre las distintas encuestas, y que deja a los propios ciudadanos sin saber a qué carta jugar como voto útil. La elección se ha vuelto especialmente libre, porque no hay ningún contrato vigente entre los votantes y sus respectivas opciones que comprometa el resultado de los siguiente comicios, y así sucesivamente.
El contrato electoral vence en el mismo momento en que la papeleta de votación es depositada en la urna. A partir de ahí no hay atadura ninguna para el ciudadano que se ha mostrado a favor de tal sigla; pero –y he aquí la clave de la volatilidad– tampoco para el partido beneficiado, que se siente también libre para obrar como le parezca en medio de la incertidumbre.
Gracias a la volatilidad no queda claro hasta qué punto los partidos que concurren a los comicios aspiran a gobernar. En el tiempo de la alternancia bipartita era evidente que las formaciones que se sucedían al frente de las instituciones tenían vocación de poder, también porque veían posible alcanzarlo para uno, dos o tres mandatos.
Ahora da la impresión de que, a lo sumo, en cada caso, en cada país, hay un partido con verdaderos deseos y opciones de gobernar. Y a veces ni eso. El riesgo de que nadie quiera hacerse cargo de la gobernación en medio de la incertidumbre está ahí. Las formaciones políticas tienden a guarecerse en las instituciones representativas, renuentes a asumir responsabilidades directas sobre los asuntos públicos.
Todo eso lo vive la Catalunya política. La volatilidad forma parte de lo que ocurre con el proceso. De hecho es su característica principal, aunque los promotores del referéndum que no tendrá lugar se esfuercen en aparentar que la incertidumbre no va con ellos. Hasta hace unos años el comportamiento electoral en Catalunya obedecía a la dualidad entre los comicios generales y los autonómicos. Hoy se muestra tan gaseoso que resulta hasta absurdo aventurar pronósticos.
El independentismo trata de huir de la volatilidad, pero no puede. El referéndum es la alfombra mágica que propicia la fabulación. Pero esta se hace pasajera aunque dure cinco años. Las formaciones que se acogen al plebiscito postergan la liza que mantienen, como si en el fondo eludieran el compromiso sobre la gobernación del país.
Existen ciertos paralelismos entre el Brexit y el independentismo catalán, en cuanto que ambos han contribuido a diluir no sólo las responsabilidades de gobierno, sino incluso la dación de cuentas respecto al propio proceso. Es de suponer que no será Pep Guardiola quien se haga cargo de lo que resulte finalmente. En este caso, la determinante participación de las entidades de la sociedad civil es un reflejo más de la volatilidad, en cuanto que no se sabe dónde comienza y dónde acaba su papel y, por tanto, cuál es la jerarquía efectiva en la toma de decisiones, más allá de que la Assemblea Nacional Catalana y Òmnium suplan las flaquezas de la entente parlamentaria secesionista y recuerden periódicamente al Gobierno de la Generalitat que ha de mantenerse fiel a un mandato indefinido. En el plano partidario, sólo está clara la necesidad que el PDECat tiene de salvarse a sí mismo. Mientras que ERC, siendo la opción favorita en las quinielas, parece eludir en el tiempo sus aspiraciones de gobierno, si es que en realidad las tiene, y los comunes prefieren esperar a la agenda que establezca el president Puigdemont evitando cualquier paso en falso. La sensación mayoritaria es que puede pasar cualquier cosa, de modo que es inútil reclamar la anuencia ciudadana a favor de lo extremo.
La característica del proceso es que es volátil, aunque los promotores del referéndum aparenten que no va con ellos