La Vanguardia

Los cincuenta

- Jordi Llavina

Cumplir cincuenta años no tiene mayor mérito que cumplir seis u ochenta y siete, por más que esa sea una fecha señalada, de cierto simbolismo. A la postre, sumar un año más a la cuenta personal no es sino una cuestión de salud, el único aspecto, para los escépticos, verdaderam­ente decisivo de nuestra precaria condición humana. Por el contrario, sí tiene mérito llegar a los cincuenta de casados. Y, para los que llevamos mucho tiempo en modo escéptico (tanto, que no hemos querido casarnos con nadie, ni en el sentido recto ni en el figurado), celebrar medio siglo de vida en común –y hacerlo sin que el amor haya menguado– tiene, incluso, algo de heroico. Es, como diría mi amigo Esquirol, una resistenci­a íntima (y compartida, en este caso).

Carner, en su Epigrama a Emília, dice: “En árboles que me hablaron en el llano o en la colina, / jóvenes o viejos, de tronco liso o ahuecado, / dejé, para envidia del caminante solo, / una E y una J cinceladas”. Lo de que los amantes cincelen sus iniciales (o hasta sus nombres enteros) en la corteza de un chopo ya no se usa. Gracias a la gregaria moda de los tatuajes, acaso no hay tanta necesidad. Con un burí mojado en tinta te haces caligrafia­r el nombre de tu amado o amada en el pecho, liso o algo velludo, y acabas siendo la envidia (es un decir) del nadador solitario de la piscina.

Ayer mis padres cumplieron cincuenta años de casados. Dudo que hayan grabado nunca sus nombres, a punta de navaja, en la corteza de un álamo de la Font del Claro, en Gelida, o de la dels Gossos, en La Selva del Camp. Ni falta les hace: se han querido y se querrán con las palabras que se dicen. Han hecho crecer una familia (de tres hijos). Ya hace muchos años que tienen nietos (mis hijos). Ahora viven una setentena feliz: la salud les acompaña y tienen mucho que hacer.

Cuando se conocieron, en 1967, las parejas catalanas festejaven (voz intraducib­le). No quiero decir que ahora no lo hagan, pero esa palabra, festejar, ha perdido fuelle. Adviértase que el verbo viene de fiesta. Mis padres, gente sencilla y honrada, vienen de lo que Raimon llamó “clases subalterna­s”, y nunca les privó demasiado la fiesta. Sin embargo, ese término, festejar, sigue definiéndo­los: el sentido de la fiesta es haber sobrevivid­o cincuenta años amándose como el primer día. O no, de otro modo. Menos pasional, pero también mucho más rico y sabio.

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