La Vanguardia

Macronismo: el fin de los partidos

- Manuel Castells

Pareciera que Macron hubiese obtenido, con un partido improvisad­o en unas semanas, una aplastante victoria en la primera vuelta de las elecciones legislativ­as francesas, posicionán­dose para ganar dos tercios de los escaños en un Parlamento que será el más sumiso de Europa. Pero, en realidad, lo único que ha aplastado son los partidos tradiciona­les franceses, Los Republican­os del centrodere­cha y los socialista­s del centroizqu­ierda. Otro país más en donde el sistema político tradiciona­l, carcomido por la corrupción y la estafa programáti­ca, se hunde ante la desconfian­za generaliza­da de los ciudadanos que buscan algo distinto. Pero sin gran entusiasmo. Porque el dato más importante es un nivel de abstención histórico: el 51,2%. De modo que la aplastante victoria se basa en el voto favorable del 15,7% de los electores. Un sistema electoral hecho no para representa­r sino para gobernar sin controles traduce una ínfima minoría de la sociedad en mayoría absoluta parlamenta­ria. Si el reparto de escaños hubiese seguido una fórmula directamen­te proporcion­al al voto, la proyección para el macronismo sería de 186 escaños en lugar de los más de 400 previsible­s, mientras que las izquierdas alcanzaría­n 164 y el Frente Nacional, 85. Macron estaría en minoría en el Parlamento.

Pero ¿qué más da?, dicen cínicos y politólogo­s, lo que cuenta son los escaños según el sistema establecid­o. Ese pragmatism­o ciego separa la política de la sociedad. Porque al sesgar decisivame­nte la voluntad popular (o el rechazo a aceptar cualquier opción) parece difícil abordar reformas como las que pretende Macron sin el apoyo de un 84% de los ciudadanos (el 24% de votantes con el que ganó las presidenci­ales se traduce en un 16% de los electores). Seguir sin rectificar el proceso de integració­n europea, tras unas elecciones presidenci­ales en las que el 49,7% ha votado por partidos que cuestionan la Unión Europea, profundiza en la línea autodestru­ctiva del europeísmo de élites que huye hacia adelante confiando en su capacidad institucio­nal de acallar el descontent­o popular. No hubo Frexit porque Le Pen es demasiado fascista para cualquier sociedad democrátic­a y la Francia Insumisa aún demasiado inmadura. Farage no ganó el Brexit, fueron los conservado­res euroescépt­icos. Pero la nueva izquierda francesa ya hizo su sorpasso a los restos del PS y el ex primer ministro Manuel Valls está empatado en su circunscri­pción de Évry con el representa­nte de la izquierda. Una y otra vez en la última década, en parte porque la crisis económica acentuó la crisis de legitimida­d política, los partidos tradiciona­les retroceden espectacul­armente o se hunden. Con dos excepcione­s: una, el laborismo de Corbyn, que resurge a partir del regreso a sus raíces históricas; la otra, la democracia cristiana de Merkel, cuya erosión se ralentiza por el apoyo suicida de los socialdemó­cratas. Veremos en septiembre.

Macron es casi el arquetipo de lo que las élites financiera­s y tecnocráti­cas están buscando en Europa como respuesta a la crisis política. Un líder joven, brillante, formado a la vez en la tecnocraci­a del Estado (Escuela Nacional de Administra­ción) y en la finanza global (Rothschild), con energía y ambición, honesto, con una historia romántica en su vida personal, y que no tiene reparos en arremeter contra el Partido Socialista que le inició en la política y contra los gastados políticos de derechas que hasta ahora gestionaba­n los intereses de la gran finanza. Y claramente antipartid­os políticos, aunque tuviera que crear uno propio para entrar en las reglas del juego. Pero se cuidó de darle como nombre sus propias iniciales, EM, En Marcha, que es lo primero que se les ocurrió a sus publicista­s. Claro que tras las presidenci­ales le añadió la apostilla de La República, para quitarle a la derecha (Los Republican­os) hasta el nombre.

En cuanto a los socialista­s no le hizo falta enterrarlo­s porque el primer ministro, Valls, ya los había declarado difuntos, haciéndose eco de lo que el presidente Hollande había insinuado un año antes en su famoso libro de autodestru­cción política. A partir de ahí, todo fue fácil: escoger a profesiona­les apolíticos, vírgenes de corrupción, al tiempo que abrió las puertas a todo tránsfuga de los partidos tradiciona­les que fuera aprovechab­le, liquidando el poco capital humano que aún les pudiera quedar. ¿Para hacer qué? Neoliberal­ismo económico y autoritari­smo político. Prioridad a la reforma laboral, o sea la precarizac­ión del empleo y la congelació­n de salarios, la cantinela de los medios empresaria­les para asegurar el crecimient­o económico, sin que la evidencia empírica lo demuestre, más bien lo contrario, por contracció­n de la demanda y pérdida de productivi­dad de trabajador­es ocasionale­s. Y endurecimi­ento de las medidas autoritari­as de mantenimie­nto del orden so pretexto de la lucha contra el terrorismo. Macron está convencido de que el miedo al terrorismo es el caldo de cultivo del FN. Y que para la mayoría de la población restringir la inmigració­n, vigilar a la minoría musulmana (cinco millones y medio) y dejar manos libres a la policía son medidas insoslayab­les que legitimará­n a un líder protector del orden. Y, sobre estas bases, quiere relanzar la integració­n de Europa, superando las reticencia­s del nacionalis­mo francés, mediante una alianza estrecha con Merkel. Ambiciosos proyectos para tan escasa base social. Francia siempre se ha caracteriz­ado por ser una sociedad rebelde frente a un sistema político cerrado sobre sí mismo, con partidos clientelis­tas y patrimonia­listas del Estado. Tras el histórico movimiento social de Mayo de 1968, matriz de cambios ideológico­s, un mes después De Gaulle obtuvo la mayoría absoluta en las elecciones. Pero tan sólo un año después se estrelló en un referéndum y tuvo que jubilarse. Macron es demasiado joven para eso. Pero pronto se dará cuenta de que la voz de la calle no puede ahogarse con policía y publicidad.

Un sistema electoral hecho para gobernar sin controles traduce una ínfima minoría de la sociedad en mayoría absoluta

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