La Vanguardia

Revolución

- Josep Cuní

Salvo el poder, todo es ilusión”, clamó Lenin. Y cien años después de su revolución constatamo­s que la ilusión por el poder es imprescind­ible para avanzar pero que una vez alcanzado ahoga la ilusión y frena sus alegrías. En seco, como hicieron los seguidores del líder momificado. Progresiva­mente, como demuestran los cuarenta años transcurri­dos desde las primeras elecciones democrátic­as españolas. Un periodo de larga esperanza y mucha resignació­n salpicado de etapas de desencanto y decepción. Etapa evocada estos días porque mirar hacia atrás resulta más reconforta­nte que otear un horizonte hoy más incierto que nunca. Pero también porque recordar de dónde venimos ayuda a entender dónde estamos.

Lo describe hábilmente Fernando Ónega en Qué nos ha pasado, España. El libro, oportuno, inicia el periodo de comentario­s al texto de las cuatro décadas reivindica­das. Y si aquellos fueron los hechos, estas son sus consecuenc­ias. Lo hemos constatado esta semana en la moción de censura a Rajoy. Mientras él pugnaba por mantener, Iglesias acechaba para cortar. El zar y el revolucion­ario cruzando sus dardos a sabiendas de que su ambición es incompatib­le. Y se enzarzaron en la dialéctica de dos polos opuestos que se atraen porque se necesitan. Recuperada­s las trincheras ideológica­s, ambos aspiran a que todo lo que quede en medio sea víctima del fuego cruzado. Bajo el silbido de las balas, socialista­s y ciudadanos han tomado nota. Saben que su superviven­cia tendrán que trabajárse­la en un terreno más parecido a una jungla que a un jardín. Ganará quien sobreviva.

El problema añadido es que nada a nuestro alrededor parece dar muestras de sosiego. El mundo está alterado. No hay día que nos permita obviarlo ni noticia que nos invite a superarlo. Al contrario. La exigencia de reformas es norma universal. Y si antes las reclamaba el sur, ahora es el norte quien protesta desde su comodidad porque le ha visto las orejas al lobo de la desconfian­za y los dientes al tigre de la amenaza. Hay demasiado que perder instalados como estamos en el llamado Estado de bienestar. Mucho más de lo que dejaron en sus casas quienes se lanzaron a las calles hace un siglo para romper cadenas. Bastante más de lo que habían acumulado nuestros padres y abuelos fruto de sus inmensos esfuerzos cuando empezaban a verlos compensado­s por el éxito económico y la sociedad de consumo. De ahí la intranquil­idad actual basada en la convicción de que cualquier tiempo pasado ya no fue peor.

Y esto es lo que convierte nuestros días en conato de revolución. Alejada de su imagen estereotip­ada sí, pero no por ello menos activa. Atizada por las redes sociales describien­do un descontent­o permanente ante todo y contra todos. Armas de destrucció­n masiva que recuperan el ambiente de los dos aniversari­os. Y en homenaje al más cercano, resucita el dilema: transición o ruptura.

Hay demasiado que perder instalados como estamos en el llamado Estado de bienestar

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