La Vanguardia

“¡No nos cierres, Paquita!”

Con 80 años, Paquita Sendra abre cada día el último colmado que resiste en Altafulla y en el que trabaja desde que cumplió catorce

- SARA SANS Altafulla

No tiene máquina registrado­ra. En un rincón, hay una calculador­a, envuelta en un plástico transparen­te: “Sólo la uso a veces... para repasar las facturas del IVA”. A sus 80 años, Paquita Sendra tiene suficiente con un bolígrafo y un trozo de papel. Suma a una velocidad asombrosa. Tenía catorce cuando empezó a despachar en esta tienda de Altafulla. Por entonces había media docena de colmados. Hoy sólo queda el suyo.

“¡No nos cierres, Paquita!”, le dice más en serio que en broma Rosita. “Compro aquí de siempre, vengo dos veces a la semana…”, cuenta esta clienta de 89 años. Paquita no cierra. Se levanta cada día a las siete y baja a la tienda a las nueve de la mañana. Se encarga de todo: negocia con los proveedore­s, los atiende, lleva las cuentas, escribe los cartelitos de los estantes con el precio de cada producto, limpia, despacha... Mañana y tarde. A la una y media para y a las seis vuelve a estar en marcha. Los sábados por la mañana también. Toda la vida. “Me gusta esto, aunque ahora me lo tomo con más tranquilid­ad… Si tengo que ir al médico, cierro”, dice. A veces le duelen las rodillas, pero no se queja.

En la fachada del colmado, en el centro del pueblo, no hay cartel. Todo el pueblo lo conoce como Ca la Paquita. Su padre lo compró hace 66 años. “Éramos tres hermanas y le animamos; yo acababa el colegio, y la profesora, doña Mariana, me enseñó a contar en onzes yen lliures”, recuerda. Entonces vendían también alpargatas; hilos; libretas, lápices y gomas para el colegio; cántaros, ollas... También despachaba­n las cartas de racionamie­nto de aceite, arroz y azúcar una vez al mes.

En 1989 se produjo el gran cambio en el colmado: recortaron el mostrador de mármol para incorporar el refrigerad­or para la carne, los embutidos y los quesos. El resto de la tienda sigue prácticame­nte igual. “Tengo de todo un poco…, la carne es de buena calidad, me la traen de La Riera de Gaià”, apunta Paquita. Y junto a las estantería­s, frente al mostrador, hay una silla en la que las veteranas clientas se sientan gustosamen­te. Así, entre saludos y charlas, la compra puede alargarse un buen rato.

“Cuando era joven, vivíamos 600 personas en Altafulla y había tres pescadería­s, tres colmados, tres panaderías… y ahora que somos muchos más ya no queda nada, sólo la Paquita…”, lamenta Rosita. Ahora viven en Altafulla casi 5.000 personas, pero la población se multiplica en vacaciones por las segundas residencia­s. Los dos grandes supermerca­dos, ubicados en el polígono comercial de las afueras del pueblo, no dan abasto los fines de semanas y los veranos. Al ser un municipio turístico, también abren los domingos por la mañana y no son pocos los tarraconen­ses que aprovechan los festivos para hacer la compra ahí.

“Rosita, ¿te quedan lentejas o quieres que te ponga?”, pregunta Paquita. Efectivame­nte, le faltaban las lentejas. Rosita se ríe, paga, coge la muleta y el carro y se despide.

“Tengo clientas fieles de toda la vida, pero yo digo que esto es la tienda de la emergencia”, mantiene Paquita. Intermiten­temente entran clientes a por una botella de agua fría o un refresco. A veces la llaman a la puerta cuando tiene cerrado. “Si estoy en casa bajo… aunque sea para un paquete de macarrones… La gente te dice que en el supermerca­do lo compran todo y que lo llevan a casa… y me parece bien”, dice Paquita.

“Yo enviaba a mi hijo cuando era pequeño –ahora ya tiene más de cuarenta años– y luego pasaba a pagar”, explica Pepi Lara, que acaba de cumplir 69. Ahora es ella quien ha cogido el relevo y ocupa la silla. También entra Gina, viene a por caramelos de menta, patatas y cuatro cosas más.

Paquita coge el gancho para alcanzar el papel de cocina del último estante y hace un pequeño cucurucho para cantidades pequeñas de piñones o frutos secos. No trabaja por dinero. “Cobro y pago facturas, ya ves...”, y se ríe. No hay relevo a la vista. Su hermana, que la ayuda cuando puede, vive en Madrid; sus dos hijos tienen otras profesione­s y los nietos y sobrinos son pequeños. La tienda es el punto de encuentro para la familia y para una generación de clientas que la animan a seguir.

SIN PRISAS Las clientas de toda la vida se sientan para charlar mientras hacen la compra

LA COMPETENCI­A Los dos grandes supermerca­dos de las afueras concentran ahora toda la actividad

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VICENÇ LLURBA Paquita Sendra, en la tienda que hace casi 66 años que compró su padre

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