La Vanguardia

Medio siglo

- Ramon Aymerich

Hace ahora exactament­e 50 años del Summer of Love, el verano del amor, en el que miles de jóvenes se desplazaro­n hasta San Francisco para escuchar música, probar drogas, vivir en comunidad y protestar contra la guerra de Vietnam. En Barcelona, sólo una decena de listos se enteraron. El resto lo vimos, lo leímos o lo escuchamos en diferido. Porque el verano del amor duró sólo unos meses. Pero su rastro es todavía perceptibl­e a nuestro alrededor. En la música, que es lo más identifica­ble, en la publicidad, en la comida, en la sexualidad, en la ropa, en la espiritual­idad... La perspectiv­a del tiempo interpreta aquel verano como un momento de suprema ingenuidad. Un periodo en el que todo parecía posible gracias a una economía que iba a todo gas y creaba buen empleo, que es la condición indispensa­ble para que el futuro se vea con optimismo (pero eso es algo que se aprende con la edad).

Después llegó Charles Manson, la heroína, el punk, la crisis del petróleo y, al final, la inflación y el fin de las políticas keynesiana­s. El mundo civilizado lo intentó disimular con deuda. Pero al final la burbuja pinchó.

El del 2017 es el verano del calor. Summer of Heat. Y su epicentro está en Barcelona (como tantas cosas últimament­e). La economía se recupera, pero nadie diría ahora que la gente mira hacia las estrellas y proclama paz y amor. En 1967 la gente se echaba sobre la hierba y empezaba a soñar. Ahora, en un festival como el Sónar, la única hierba es el césped plastifica­do y la gente tiene prisa por absorberlo todo. Hace medio siglo en San Francisco pasaron muchas cosas de golpe y se tardó mucho tiempo en digerirlo. En el Sónar la gente tiene prisa por absorber lo que ve porque sabe que todo tiene fecha de caducidad.

Hace medio siglo, la música servía para lanzar un mensaje: no nos gusta el sistema. Nos vamos. En el Sónar se percibe todo lo contrario: amamos el sistema. El Sónar es un festival de música electrónic­a que arrancó en el 2004. No fue fácil. Barcelona no se había acostumbra­do todavía a que la ciudad se llenara de gente rara, y las administra­ciones recelaban de este tipo de encuentros. Los consultore­s locales desconocía­n lo que habían escrito los gurús que hablaban de las clases creativas y de su importanci­a para la economía (Richard Florida el que más). Y a punto estuvo el Sónar de que lo expulsaran a las tinieblas de la periferia.

Hoy no. Hoy la ciudad celebra el Sónar y lo considera una manera de presentars­e al mundo. Empresario­s y ejecutivos hacen visitas guiadas al Sónar y los hay que incluso patrocinan algunos de los salones. Ellos también quieren estar (porque tienen la sensación de estar perdiéndos­e algo). Esta semana, hablar del Sónar ha sido hablar de Bjork. Pero también de start-ups, de economía colaborati­va, de inteligenc­ia artificial, de big data, de Google y de machine learning. Cincuenta años no pasan en balde.

Del verano del amor de San Francisco a la Barcelona del Sónar, de las flores al ‘big data’

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