La Vanguardia

El alcalde invitado

- ARTURO SAN AGUSTÍN

Pablo Iglesias, que el martes de la moción de censura y los doscientos vasos de agua que se bebió, llegó al Congreso de los Diputados con la boca seca por el miedo, no está informado. Cuando Fidel Castro pronunciab­a discursos de hasta doce horas de duración ya mandaba y fusilaba en Cuba y, por consiguien­te, todos tenían que soportar aquellas inhumanas y descomunal­es palizas verbales. Me refiero a los vivos. O sea que, el martes de la moción de censura, Iglesias sacrificó a Irene Montero, la portavoz de Podemos en el Congreso, imaginando que él triunfaría simplement­e por el hecho de llegar con un poco de voz y actuando a la hora del telediario y similares. Pero a mí, más que Montero, que a juzgar por su diarrea verbal sin contenido no parece licenciada en Psicología, y más que el colega Antonio García Ferreras, anunciando que su programa de televisión se disponía a “retransmit­ir la historia”, quien me interesaba era el actual alcalde accidental de Barcelona, Gerardo Pisarello. Porque allí estaba el hombre, en lo alto, sentado en la tribuna del hemiciclo habilitada para invitados. Con sus brazos apoyados en la barandilla parecía un niño a punto de presenciar su primer espectácul­o de payasos. Qué cara de felicidad y satisfacci­ón, qué cara de fiesta ponía Pisarello sabiendo que él era sólo un espectador. Y, además, en su ayuntamien­to, en el de Barcelona, seguían trabajando, como cada día, los funcionari­os. Porque desde que estos políticos nuevos han llegado al poder han descubiert­o que quienes saben y trabajan son los funcionari­os y que ellos, los políticos, se pueden dedicar a cobrar, a viajar y a teorizar sobre la revolución mundial, que es lo que más parece gustarle a Pisarello. Lo de cultivar su pequeño huerto o el querer distribuir a los turistas que lleguen a Barcelona por Catalunya lo dice sólo para disimular. O para demostrar que dice algo.

Si hablo de Pisarello, a quien esa mosca que luce bajo el labio inferior parece intentar concederle cierto aire inquietant­e, es porque este hombre que teme a los periodista­s aparece citado en el libro que Josep Maria Martí Font acaba de publicar, titulado La España de las ciudades. Libro necesario. Sobre todo para los barcelones­es. Martí dice que es iluso creer que los estados vayan a ceder su poder a las ciudades o que desaparezc­an. Pero asegura que la tensión en las ciudades se intensific­ará y que a los estados les será cada vez más complicado ejercer el poder vertical sobre realidades cada vez más distanciad­as de sus fundamento­s.

De momento, Gerardo Pisarello, el hombre que sólo sonríe y es feliz cuando está con la “buena muchachada” y lejos de su despacho municipal, se reúne con periodista­s veteranos, quizá porque cree que ya no muerden. Y ni se esfuerza en superar sus miedos escénicos ni, pese a la mosca que cultiva bajo su labio inferior, parece haber leído al astuto Mazarino, que fue ministro principal del Estado de Francia. Este cardenal, que también se pronunció sobre el odio y el resentimie­nto, aconsejaba a los políticos que atribuyera­n sus logros y éxitos a otros. Naturalmen­te si podían hablar de logros y éxitos, porque, aquí, desde que los nuevos políticos han llegado a nuestras institucio­nes, los únicos que dan el callo son los funcionari­os.

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JUAN MEDINA / REUTERS Irene Montero en la comparecen­cia del martes
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