Unidad y diversidad
En el presbiterio de la basílica de San Pedro hay un espacio llamado La Gloria de Bernini. En el centro se sitúa el trono de bronce dorado, en cuyo interior se encuentra la silla de madera con un relieve de la “entrega de llaves”. Se apoya sobre cuatro doctores de la Iglesia, San Agustín, San Ambrosio, San Atanasio y San Juan Crisóstomo. Por encima del trono aparece un sol de alabastro rodeado de ángeles que enmarca una vidriera en la que está representada una paloma, símbolo del Espíritu Santo.
Es una representación muy acertada de lo que es la Iglesia, con el Papa y los santos, como sus columnas, actuando bajo la guía del Espíritu de Dios. En el Credo, inmediatamente después de haber profesado la fe en el Espíritu Santo,
J. PUJOL, arzobispo metropolitano de Tarragona y primado decimos: “Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica”. Hay una conexión profunda entre estas dos realidades de la fe: es el Espíritu quién da vida a la Iglesia y guía sus pasos.
Al considerar estas realidades, el Papa Francisco, en su homilía de Pentecostés, recoge la narración que se hace en los Hechos de los Apóstoles: “El Espíritu bajó del cielo en forma de lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas”. Y comenta el Papa: la Palabra de Dios describe así la acción del Espíritu, que primero se posa sobre cada uno y luego pone a todos en comunicación. A cada uno da un don y a todos reúne en unidad. En otras palabras, el mismo Espíritu crea la diversidad y la unidad y de esta manera plasma un pueblo nuevo, variado y unido: la Iglesia universal.
Para que se dé esta unidad y diversidad, señala que hay que evitar dos tentaciones: “La primera es buscar la diversidad sin unidad. Esto ocurre cuando buscamos destacarnos, cuando formamos bandos y partidos, cuando nos endurecemos en nuestros planteamientos excluyentes, cuando nos encerramos en nuestros particularismos, quizás considerándonos mejores o aquellos que siempre tienen razón. Entonces se escoge la parte, no el todo, el pertenecer a esto o a aquello antes que a la Iglesia”.
La tentación contraria es la de buscar la unidad sin diversidad. De esta manera la unidad se convierte en uniformidad, en la obligación de hacer todo junto y todo igual, pensando todos de la misma manera. Así la unidad acaba siendo una homologación donde ya no hay libertad. Pero dice san Pablo, “donde está el Espíritu del Señor, hay libertad” (2 Co 3,17).
Los fanáticos de la unidad rechazan carismas diferentes, y los de la diversidad no valoran la unidad. Dice el Concilio Vaticano II que corresponde a los Pastores “juzgar la naturaleza de los carismas y su ordenado ejercicio, no para que apaguen el Espíritu, sino con el fin de que todo lo prueben y retengan lo que es bueno”.
Esta es una misión delicada pero necesaria. Hemos de procurar evitar capillitas, tan contrarias a la Iglesia, tanto como evitar apagar, en nombre de una prudencia mal entendida, las emociones del Espíritu.
Los fanáticos de la unidad rechazan carismas diferentes, y los de la diversidad no valoran la unidad