La Vanguardia

Primavera y verano de 1977 (1)

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Un viejo género periodísti­co explora las relaciones entre las vivencias particular­es y las jornadas históricas. ¿Qué hacía usted el día en que murió Franco? ¿Qué hizo cuando Tejero asaltó el Congreso? ¿Y cuando los aviones atravesaro­n las Torres Gemelas? Las derivadas futbolísti­cas del género son infinitas: sin ir más lejos, acaba de celebrarse, con el exceso de azúcar habitual, el vigésimo quinto aniversari­o de la primera Champions del Barça: ¿con qué amigos seguía usted el partido cuando Koeman hizo el gol? La nostalgia es un dulce contrapeso del paso del tiempo. El problema de la nostalgia es que, abusando del dulce, suele ser tramposa.

Procuraré no hacer trampas. Desde que publiqué La ventana discreta, no suelo escribir a partir de experienci­as propias. Pero, puesto que participé activament­e en las primeras elecciones democrátic­as del 15 de junio de 1977, creo que, en vez de evaluar su 40.º aniversari­o con un artículo abstracto, seré más honesto y preciso si cuento lo que hacía yo en aquel momento crucial, evocado estos días bajo un diluvio de almíbar.

En aquel tiempo, la vida adulta llegaba pronto. En 1974, meses antes de cumplir los 20 años, ya estaba implicado en la fundación de Convergènc­ia Socialista, antecedent­e del PSC, tal como reporta Raimon Obiols en sus memorias. Todavía en la clandestin­idad, contribuí a desplegar esta formación en la UAB y en las comarcas de Girona, de donde yo procedía. Pero en enero de 1976, un mes después de la muerte de Franco, tuve que irme al Cerro Muriano y después a Jerez de la Frontera, por la mili. En Andalucía, entré en contacto con el PSA y, habiendo salido por primera vez de los círculos politizado­s de Barcelona, me sorprendió como un vino caliente la diferencia de cultura política que había entre aquellos socialista­s andaluces y yo. Mi contacto era un empleado de banca que en su casa tenía colgado un retrato de Kennedy. Nosotros éramos marxistas, autogestio­narios y muy ideologiza­dos. Acomplejad­os por el PSUC, el gran partido antifranqu­ista, jugábamos retóricame­nte a desbordarl­o por la izquierda. Me dejaba estupefact­o que un socialista pudiera estar enamorado de un presidente de Estados Unidos.

En una parroquia, di una charla de marxismo en que comenté El 18 Brumario de Louis Napoleon, que había forrado prudenteme­nte con papel azul marino. Lo había leído bajo un cuadro que reproducía el testamento de Franco, en mi destino, el despacho del juzgado militar del cuartel, en el que pasaba dulces y solitarias horas de lectura. Comentando el golpe contrarrev­olucionari­o del sobrino de Napoleón, Marx desarrolla la teoría de la dictadura del proletaria­do. Las revolucion­es burguesas –sentencia– perfeccion­an el antiguo aparato estatal en contra de las clases explotadas. Es por ello, sostiene, que el proletaria­do no puede tan sólo apoderarse del antiguo aparato estatal, sino que tiene que aplastarlo (este pensamient­o resuena ahora en los jóvenes que cuestionan la transición: no se aplastó el viejo régimen, con lo que la democracia sería fácilmente bloqueada por el sustrato franquista). Ahora bien: un marxista de Jerez que asistió a la charla me dijo que estaba montando células de soldados para hacer una revolución a la portuguesa. Enseguida encarné el típico esteticism­o izquierdis­ta catalán: “Diga lo que diga Marx –contesté–, no son exactament­e estos mis planes”.

Durante aquel año militar, fueron sucediendo cosas: la inconsiste­ncia de Arias Navarro, la elección de Suárez y su reforma. En Jerez empezaban a programars­e conferenci­as políticas con normalidad. En una de ellas, habló Rafael Escuredo, que luego sería presidente de la Junta. Recuerdo su aspecto, más que sus palabras: mientras nuestros dirigentes, generalmen­te barbudos, vestían camisas de franela, Escuredo, que entonces tendría unos 35 años, parecía un actor de cine: ceremonios­o y refinado, con brillante camisa de seda.

Pero quizás lo que más recuerdo de aquel año 1976, además de la miseria alcohólica que iba minando a mis compañeros de cuartel, fue el diario El País, que acababa de ser fundado e iba conformand­o el pensamient­o político de mis amigos progres de Jerez: Fraga era socio fundador, pero también Areilza figuraba mucho. Ya desde el principio el progresism­o de El País tenía lo que los expertos en vinos llamarían un “retrogusto” liberal conservado­r. Si ha habido en España un discípulo aplicado de Tancredi, el joven protagonis­ta de la novela de G.T. di Lampedusa, que va cambiando de baraja para poder seguir arriba, este es sin duda Cebrián. Cuando en marzo de 1977, licenciado, llegué a la estación de Francia con el tren sevillano, me sorprendió un enorme cartel de Unió Democràtic­a y sus aliados. En un suspiro, estábamos pasando de la clandestin­idad a la mercadotec­nia. “Quien aprende una nueva lengua siempre la retraduce a la lengua materna: sólo asimila el espíritu de la nueva lengua cuando olvida la vieja”, decía Marx, precisamen­te en El 18 Brumario. La semana próxima contaré cómo, para afrontar las elecciones del 15 de junio, los antifranqu­istas decidimos olvidar por completo nuestra matriz cultural. Una calle de Jerez de la Frontera a mediados de los años setenta

Seré más honesto y preciso si cuento lo que hacía yo en aquel momento crucial, evocado estos días bajo un diluvio de almíbar

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