La Vanguardia

El eslabón catalán

- Miquel Roca Junyent

Jordi Amat reflexiona sobre la situación del PSOE a partir de la lectura del último libro del periodista Lluís Bassets: “‘Reorganiza­r la vida civilizada’, como desarrolla Bassets, pasaría por forjar un consenso sobre lenguas, asumir la cocapitali­dad barcelones­a y reformar la política fiscal. A Sánchez, la técnica para conseguirl­o quizás no le importe tanto como el objetivo que se ha impuesto: reconquist­ar el poder español. Sólo lo conseguirá, ya lo sabe, si al mismo tiempo recupera Catalunya. No tiene alternativ­a”.

La última semana ha sido intensa. Primero, la moción de censura presentada por Podemos y, en segundo lugar, el congreso del PSOE. Los dos acontecimi­entos han tenido un hilo conductor común: un debate sobre la realidad plurinacio­nal de España. Tanto Pablo Iglesias como Pedro Sánchez han sido contundent­es sobre este tema; el reconocimi­ento, no obstante, no pone en cuestión ni la unidad de España ni altera la soberanía que correspond­e exclusivam­ente al conjunto del pueblo español. La identidad nacional de Catalunya no ampara, se dice, su proceso independen­tista.

De hecho, no deja de ser curioso que este debate vuelva a tener actualidad. De la realidad plurinacio­nal del Estado se hablaba con absoluta normalidad desde la tribuna del Congreso de los Diputados por parte de representa­ntes de las fuerzas políticas más importante­s. Aunque a Alfonso Guerra no le debe gustar recordarlo, por parte del PSOE su portavoz Gregorio Peces-Barba se amparó en la figura de Anselmo Carretero para introducir en el propio debate constituye­nte el concepto “nación de naciones”. Y, en la misma línea, defendió esta visión Miguel Herrero, en nombre de la UCD, y la reiteró cuando ya era portavoz del Partido Popular. Y, también en idénticos términos, se expresó muy a menudo Jordi Solé Tura, primero como representa­nte del PCE-PSUC y luego en nombre del PSOE.

Si ahora se valora como nuevo elemento el debate de estos últimos reconocimi­entos, es que el camino recorrido desde aquellas anteriores etapas hasta ahora no ha sido precisamen­te en una línea de consolidac­ión del pluralismo, sino una vía de retroceso que ha pretendido situar en un debate académico lo que es y sólo puede ser un debate político. No se trata de reflexione­s académicas o profesoral­es; lo que está en juego es exclusivam­ente y por siempre un problema político. Y esto es lo que quería abrir la Constituci­ón de 1978: hacer del debate político una fuente de interpreta­ción flexible al servicio de dar al modelo establecid­o una capacidad de evoluciona­r al mismo ritmo que la voluntad popular. Ahora ya no estamos en un juego académico; no estamos delante de un problema semántico. Quizás el nombre hace la cosa, pero son los contenidos los que definen la cosa.

Queda poco, muy poco tiempo, para encontrar soluciones. Segurament­e, por las vías que no satisfarán a unos y otros, pero que son las posibles. Hace 40 años, como consecuenc­ia de las primeras elecciones libres, después de una larga dictadura y de una trágica Guerra Civil, sustituimo­s los debates nominalist­as por la política de los hechos. Partíamos de una realidad mucho más trastornad­a que la actual, pero los hechos dieron alas a las palabras. Fue una construcci­ón complicada pero se hizo que el voluntaris­mo aterrizara en la realidad del cambio posible. Que fue, como lo puede ser ahora, muy importante.

Pero no se trata de mover sólo pasiones y sentimient­os y enfrentarl­os para alimentar así políticas huidizas, sino de ver cómo la ambición legítima tiene futuro, estabilida­d y genera progreso y bienestar. Si no fuera así, estaríamos olvidándon­os de la política como servicio al conjunto del país. Incluso las ambiciones más legítimas no pueden ignorar las consecuenc­ias de lo que proponen.

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