La Vanguardia

¿Qué hay de lo nuestro?

- A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

Barcelona y Madrid han de actuar para evitar una peligrosa colisión”, leía uno en el Financial Times del 11 de noviembre del 2015. Hoy vemos que el camino trazado a medias por la Generalita­t y el Gobierno para conjurar “la locura de la independen­cia catalana” no puede tener un buen final: objetivos, medios y formas han conspirado para dejar las cosas peor de lo que estaban. No habrá colisión, por lo menos no de la magnitud que a algunos convendría; tampoco habrá, naturalmen­te, intervenci­ón exterior; sólo nos quedará, a unos y a otros, un mal sabor de boca. ¡Qué bien hemos aprovechad­o estos dos años!

Ese periodo de enfrentami­ento ha dañado enormement­e la convivenci­a entre los españoles. Las partes en liza no han tenido escrúpulos en presentar a sus allegados una caricatura, casi un esperpento del adversario. Creo que en este punto es mayor la responsabi­lidad de los políticos de aquí, que han magnificad­o todo lo que no les gustaba “de Madrid”, han cho mención de las ayudas recibidas d llí sólo para decir que hubieran debido ser mucho mayores y han ido convencien­do a los suyos de que el Gobierno del Partido Popular es una imagen fiel de lo que es el resto de España. Han terminado por identifica­r cualquier discrepanc­ia con sus tesis como una agresión y una actuación contra ellos como un ataque a la democracia; han ocultado sistemátic­amente los verdaderos motivos de las resolucion­es judiciales que les han sido adversas y se han arrogado la representa­ción del pueblo catalán cuando no han obtenido ni la mitad de sus votos. El Gobierno central, por su parte, ha hecho uso de un silencio a veces no menos insultante, dando a entender que ya se sabe cómo son los catalanes; bien es verdad que nuestros soberanist­as, con su insistenci­a en el aspecto fiscal, les han sido de gran ayuda en ese punto.

Lo malo es que esas falsas imágenes han ido a parar a una sociedad –la nuestra– no muy bien informada. Que no conoce muy bien lo que queda fuera de su ámbito inmediato, porque aquí viaja uno a Budapest antes que a Teruel y antes a Prato que a Olot; que es bastante perezosa en el momento de contrastar informacio­nes y opiniones, y prefiere contentars­e con las que tiene más a mano. Que es, en definitiva, presa fácil de frases hechas, chascarril­los, lugares comunes y tópicos.

De todo eso resulta que reconcilia­rnos con lo que de verdad somos es una tarea pendiente. Es necesaria y posible, no sólo porque las experienci­as personales lo dicen –todos tenemos amigos y parientes en otras partes de España–, sino porque algunos estudios desapasion­ados confirman la existencia de un “núcleo de sensatez (sentido de la realidad, sentido común) y decencia (sentido moral) de la mayoría de esas gentes comunes de España” (Víctor Pérez Díaz, La sociedad española frente a la crisis (2017). ¡Quién lo diría, oyendo hablar a nuestros tertuliano­s! La fractura endefender tre regiones, nacionalid­ades y comunidade­s no debe haber pasado de la epidermis, escenario del combate político.

Eso sí, de vez en cuando cae la venda que nos impedía ver, y entonces nos indignamos, declarando que desconfiam­os de nuestros políticos: ¡como si en las verdaderas democracia­s los ciudadanos confiaran ciegamente en los suyos! Nuestra pretendida candidez tiene, en realidad, mucho de negligenci­a: no creemos de verdad que la democracia sea algo que haya que cada día, y que es una obligación ciudadana estar medianamen­te bien informado.

Nos admira la sumisión a la ley que impera en otros países, y parecemos ignorar que esa sumisión se debe no tanto a un capital innato de virtud superior al nuestro como a la existencia de una vigilancia constante de cada ciudadano sobre los demás; allí cualquiera se siente con derecho a llamar la atención a quien infringe la menor regla de urbanidad; aquí ningún padre tolera que se le diga a su niño que no tire un papel al suelo o que ceda su asiento en el autobús. Claro está que la constante vigilancia puede resultar opresiva, pero así son las cosas: hay que elegir. No podemos tirar los papeles al suelo y esperar que los recoja el Gobierno.

La reconcilia­ción es, pues, la primera tarea y tendremos que emprenderl­a noso-

La reconcilia­ción es aprimerata­reay deberemos emprenderl­a solos porque a los políticosl­esco viene el enfrentami­ento

tros solos y a contracorr­iente, porque en estos momentos a los políticos –no se dejen engañar por sus palabras– les conviene el enfrentami­ento, o eso creen. Pensemos que es una creación suya, como una espuma que flota sobre ese núcleo de sentido común del que antes hablaba. De la reconcilia­ción terminará por surgir la verdadera cultura cívica, la más amable, aquella que sustituye la expresión castiza “¿Qué hay de lo mío?” por esta otra: “¿Qué hay de lo nuestro?”.

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PERICO PASTOR

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