Un galimatías
Hay que aportar más racionalidad a los tributos propios
Para muchos contribuyentes, los impuestos propios de las comunidades autónomas han pasado bastante desapercibidos porque, en general, sólo han gravado formalmente a las empresas. No obstante, de un tiempo a esta parte se establecen otros que inciden directamente en los particulares, como, por ejemplo, el que se aplica por las estancias en establecimientos turísticos o por el consumo de bebidas azucaradas. Como la fijación de tributos propios por las autonomías tiene que respetar determinados límites, como no hacer tributar hechos imponibles ya gravados por las corporaciones locales o por el Estado, se ha requerido un esfuerzo imaginativo para diseñarlos del que se derivan riesgos no deseados.
De resultas de lo anterior, en las comunidades de régimen común había establecidos –en febrero de este año– nada más y nada menos que 79 impuestos propios, si bien alguno de ellos ha quedado –sorpresivamente– sin efecto, bien por estar bonificado en su totalidad o por haber sido declarado inconstitucional, suscitando conflictos institucionales. Si vemos la recaudación que consiguen, nos damos cuenta de que en el 2015 sólo se recaudó –de media– por esta vía el 2,2% de los ingresos tributarios de las comunidades –casi 2.000 millones de euros en términos absolutos, importe no desdeñable–, aunque también es verdad que en alguna autonomía ese porcentaje es mayor.
Es obvio que una de las finalidades de los impuestos es conseguir recursos para poder soportar el gasto público, debiéndose valorar mucho que su exacción no sea demasiado costosa. Pues bien, en este caso, nos tememos que no será difícil encontrar algún impuesto propio que ni tan siquiera recaude lo necesario para sufragar sus costes de gestión, por lo que antes de implantar nuevos gravámenes sería conveniente realizar un análisis costebeneficio y, a ser posible, considerar el gasto en personal técnico o en procedimientos de revisión administrativos y judiciales. Asimismo, creo que los gobiernos autonómicos deberían valorar el impacto de imagen que la proliferación indiscriminada de tributos puede tener para su comunidad, ya que puede desmotivar la implantación de empresas, póngase por caso el nuevo impuesto sobre activos no productivos.
Hay que añadir que los objetos imponibles gravados suelen ser muy parecidos, pero, sin embargo, la forma de calcular las cuotas es muy distinta, como ocurre en los tributos sobre el agua. Esto no hace más que añadir complejidad al sistema, por lo que quizá sería oportuno que, de la misma forma que sucede con la ley de Haciendas Locales respecto a las ordenanzas fiscales, se diera un marco normativo común para determinados tributos –por ejemplo, medioambientales–, y se dejara capacidad normativa a las comunidades para que graduaran qué cuota pagar. En definitiva, se trataría de aportar racionalidad a este galimatías de tributos propios, para hacerlo más comprensible y más eficaz en lo recaudatorio, y para obtener mayor seguridad, lo que permitiría reducir la alta litigiosidad que tiene actualmente.