Cuando el hogar es el mundo
OSCAR Wilde pasó una temporada en Estados Unidos, donde se encontró con Henry James, quien se lamentó porque echaba de menos Londres. Wilde lo miró con desprecio, lo calificó de provinciano y le soltó que no soportaba a la gente preocupada por los sitios: “¡Mi hogar es el mundo!”. La frase del escritor irlandés podría pronunciarla media humanidad, que vive lejos de donde nació y que se desplaza con gran facilidad por el planeta. La movilidad ha hecho que nacieran nuevos negocios, como es el caso de las aplicaciones de alquiler de pisos turísticos. Miles de plataformas electrónicas de intercambios de servicios se han expandido a gran velocidad en un desafío abierto a las empresas tradicionales. Es posible que la llamada economía colaborativa sea imparable, pero debería regularse mejor. Para que no ocurran casos como el de Montse Pérez –ayer mereció la portada de este diario–, que tuvo que ocupar su propio piso y cambiar la cerradura al descubrir que su inquilino lo había realquilado a Airbnb como apartamento turístico.
El arrendatario parecía serio: explicó que residía en el Reino Unido pero que necesitaba una vivienda en Barcelona ante el traslado de su empresa. Sin embargo, era un caradura que había montado un negocio con el realquiler de viviendas. Lo sorprendente es que Airbnb permita exponer pisos a quienes no son sus propietarios. Lo increíble es que para recuperar su vivienda la propietaria haya tenido que ocuparla, porque los Mossos rechazaron su denuncia al no considerarse un asunto penal y porque su abogado le explicó que no era posible un desahucio exprés al no tratarse de un impago.
La atención mediática del caso ha permitido su resolución, pero pone de manifiesto un vacío legal sobre las plataformas de pisos turísticos y para atajar las ocupaciones impunes de viviendas. Y pensar como Wilde no es argumento para justificar tanto despropósito.