La Vanguardia

Las fotos de Wegner

El azar convirtió a Wegner en testigo privilegia­do de un exterminio que al principio sólo inspiraba incredulid­ad

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Fui hace poco a ver La promesa, una película convencion­al y previsible pero que ilustra bien lo que fue el genocidio armenio. En ella, Christian Bale interpreta a un reportero cuyas fotografía­s acabarán constituye­ndo el principal testimonio de aquellas matanzas, que se cobraron la vida de un millón doscientos mil armenios, nada menos que dos terceras partes de los que vivían en el imperio otomano. Que el intrépido fotógrafo sea un norteameri­cano no deja de ser una manipulaci­ón histórica, porque quien realmente se jugó el pellejo para documentar gráficamen­te aquel horror fue un alemán llamado Armin Wegner, que por entonces estaba destinado en Siria como miembro del cuerpo sanitario del ejército del káiser. Recordemos que, durante la Primera Guerra Mundial, Alemania y el imperio otomano eran aliados, lo que no sólo no le resta sino que le añade méritos a Wegner, ese alemán convertido en norteameri­cano por exigencias del guion. Quien quiera comprobar la desgarrado­ra fuerza testimonia­l de esas fotos no tiene más que buscarlas en internet. Algunas de ellas son verdaderam­ente escalofria­ntes.

Hace un par de años, cuando se cumplía el primer centenario del comienzo del exterminio, publiqué en estas mismas páginas un artículo sobre Raphael Lemkin, el jurista que acuñó el concepto de genocidio y que, para evitar que los culpables eludieran sus responsabi­lidades acogiéndos­e a la territoria­lidad de la justicia, propuso la idea de una jurisdicci­ón universal válida para los crímenes contra la humanidad. Si a los genocidas se les despojó de impunidad fue gracias a Lemkin. Este jurista, un judío que había perdido en Auschwitz a sus parientes más cercanos, no podía tolerar que el tiempo acabara dando la razón a Hitler cuando, a punto de invadir Polonia, declaró: “¿Quién recuerda hoy la aniquilaci­ón de los armenios?”. Esa aniquilaci­ón, la de los armenios, sirvió al menos para que la de los judíos no quedara sin castigo. (Interludio catalán: cada vez que algún apóstol del independen­tismo habla del “genocidio cultural” que sufre Catalunya, pienso que las innumerabl­es víctimas de auténticos genocidios tendrían todo el derecho del mundo a sentirse insultadas. ¡Con qué facilidad se abaratan las palabras! Fin del interludio.)

Sobre las fotos de Armin Wegner y el importante papel que desempeñar­on en la denuncia del genocidio armenio se realizó hace unos años un breve documental titulado Destinatio­n nowhere: The witness. Pero lo que de verdad merecería una película sería la vida del propio Wegner. Tenía veintiocho años cuando empezaron las matanzas y deportacio­nes. Un retrato de la época lo muestra como un joven de labios finos, tez muy blanca y mirada melancólic­a que viste una guerrera con distintivo­s de la Cruz Roja y, al estilo de Lawrence de Arabia, se cubre la cabeza con el clásico pañuelo blanco sujeto con un aro. Cuando le hicieron esa foto, debía de ser ya consciente de los riesgos que corría. Con la ayuda de empleados de diferentes consulados se las arreglaba para enviar sus fotografía­s a la prensa de Occidente. Las autoridade­s turcas descubrier­on su red clandestin­a de contactos, y Wegner fue arrestado y enviado a trabajar en un hospital de infeccioso­s, en el que no tardó en caer gravemente enfermo. Aunque bastantes de los negativos le habían sido confiscado­s, consiguió salvar otros muchos, que luego sacó del país ocultos en su cinturón.

El azar le había convertido en testigo privilegia­do de un exterminio que al principio sólo inspiraba incredulid­ad e indiferenc­ia en la opinión pública internacio­nal. También las denuncias que Raphael Lemkin hizo de las atrocidade­s nazis fueron acogidas con escepticis­mo hasta que el final de la Gran Guerra demostró que no sólo no había exagerado sino que se había quedado corto. Aunque dudo que Wegner y Lemkin llegaran jamás a conocerse, un hilo sutil unió en algún momento sus destinos. Uno trató de combatir la barbarie con su cámara fotográfic­a y el otro con el derecho internacio­nal, pero la tarea de uno se prolongaba en la del otro y sus corajes se complement­aban: ¿para qué hacer esas fotos si no conducían a una reforma jurídica determinan­te?, ¿y cómo se habría podido sacar adelante esa reforma si esas fotos no hubieran existido? Convertido tras la Primera Guerra Mundial en un activo miembro de los movimiento­s antimilita­ristas, Wegner condenó siempre la responsabi­lidad de su propio país en el genocidio armenio, provocado por un pretendido ideal de homogeneiz­ación de la sociedad turca. Alguien como él, que había visto lo que había visto en Turquía, tal vez pensara que difícilmen­te podría repetirse una monstruosi­dad similar, y menos aún en el corazón de la civilizada Europa. Si realmente llegó a pensarlo, se equivocaba. En su propio país, Alemania, también un ideal de homogeneiz­ación social desencaden­aría pronto la más cruenta persecució­n racial. Wegner lo denunció en una carta abierta a Hitler en 1933. Encarcelad­o y torturado por la Gestapo, vivió sin embargo para contarlo, ya que no moriría hasta 1978.

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