El granado

Trece años atrás compré un pequeño granado, tan sólo medía dos palmos de altura, pero sus hojas menudas y delicadas me sedujeron al instante. Pronto lo trasplanté a un tiesto un poco más grande para que pudiese crecer y así lo hizo y de tal manera que el peso de sus generosas hojas lo doblegaban y cuando llovía, sus ramas finas y cubiertas de hojas tocaban el suelo de la terraza. Incluso algún vendaval lo derribaba; cuando ocurrió eso, le puse frente a su tiesto otro más pesado y una garrafa llena de agua por el otro lado, pero al granado le pesaba mucho su frondosidad, de manera que pedí ayuda a un jardinero y lo ha trasplantado a un tiesto mucho más grande con tierra nueva y tres tutores a los que ató las ramas hacia arriba.

La sorpresa de todo ello es que una vez que las ramas estuvieron rectas, su altitud se acerca al metro ochenta, es decir, todo un árbol. El granado parece agradecido y más lo estoy yo al contemplar que está recobrando su altura natural. Cada vez más, estoy convencida de que las plantas bien cuidadas devuelven el favor espléndidamente con el verde de sus hojas y sus frutos. De hecho, el sistema vegetal que tenemos los humanos también se beneficia de esa relación con las plantas, es un diálogo arcaico que viene del principio de los tiempos.

Cuidar unas plantas a lo largo de la vida también es cuidarse a uno mismo, requiere paciencia, perseverancia y una relación serena con el tiempo, sin prisas, sin exageraciones ni improperios, y también requiere una compañía constante, como si necesitaran un “buenos días” cada mañana. Y si se hace así, resisten incluso fríos y heladas.

Ahora que ya estamos en el solsticio de verano y que el granado ha encontrado su mejor manera de crecer, podríamos dejar de lado la hojarasca de la vida política con sus representaciones escénicas que son cualquier cosa menos vitales.

En mi terraza, los pájaros ya han visto al granado crecido y lo visitan de vez en cuando como a cualquier otro árbol.