Nunca, nadie, nada
Ahí estaban de nuevo. No saben, no contestan, no les consta, no conocían. Iban respondiendo uno a uno, solos, sin sobresaltos ni alteraciones. Juntos pero no revueltos. Unidos por las negativas y el olvido, distantes con el recuerdo y la evocación. Nunca nadie les insinuó nada. Ni ellos lo habían sospechado ni deducido, más allá del plus por responsabilidad cobrado selectivamente y colectivamente aceptado.
Bárcenas venía a ser el chico de los recados de la casa porque las cuentas eran cosa de Álvaro, su antecesor, que era quien realmente tomaba las decisiones importantes. Pero Álvaro (Lapuerta) está viejo, enfermo, ausente, irreconocible, irremediable. Le echan a él la culpa de lo que pasó para que “allá, en otro mundo, en vez de infierno encuentres gloria, y que una nube de tu memoria me borre a mí”. Todos entonaron el bolero recuperado por Albert Hammon para el mundo pop de los setenta, allá en su juventud, convertido en hit mundial gracias a su leyenda mexicana anterior y su recuperación global posterior. Himno del desamor. Quien tuvo, retuvo. También los protagonistas de la imagen de la semana: Acebes, Arenas, Mayor y Rato. Cuatro jinetes del aznarato cuyos nombres formaban parte de la baraja sucesoria de la que al final, y contra pronóstico, salió Rajoy, quien, por cierto, tiene cita para el 26 de julio. La misma causa, el mismo testimonio.
No hace falta ser profeta para pronosticar su aportación: nunca, nadie, nada. La amnesia decretada y el extravío forzado. Y como el Tribunal de Cuentas tampoco hizo advertencia alguna, pues “vamos p’alante” en conclusión campera de Javier Arenas, campeón profesional de supervivientes sin haber estado en otra isla que la propia. Pero a los ojos de la ciudadanía queda una sombra de duda que difícilmente desaparecerá, con independencia del veredicto final.
Puede que sea injusto, sí, pero es el resultado del estado de ánimo y opinión que los abundantes casos de corrupción han generado. Allí y aquí. Y también en Francia, donde un pulcro Emmanuel Macron, idealizado al extremo, ha tenido que acometer el relevo de cuatro ministros en sólo un mes, su primer mes, sospechosos de abusar de sus condiciones políticas y personales anteriores. A uno por semana.
Una evidencia incontestable: no existe el mundo impoluto. Ni tampoco les quedará París a quienes habían idolatrado antes de tiempo a un desleal ante sus compañeros socialistas de gobierno como denuncia ahora una exministra despechada. Ya no son indicios. Hay pruebas: aquellos momentos felices desaparecieron con sus falsas glorias. Se truncaron porque el tiempo es un gran maestro que acaba maltratando a sus discípulos. Berlioz, eterno romántico, lo entendió y lo fundió en su Sinfonía
fantástica. Y aquellas fotografías a todo color con permanentes sonrisas dentífricas han ido adquiriendo la uniformidad sepia que ya no distingue el azul del rojo.
Con independencia del veredicto final, a los ojos de la ciudadanía queda una sombra de duda