La Vanguardia

Nunca, nadie, nada

- Josep Cuní

Ahí estaban de nuevo. No saben, no contestan, no les consta, no conocían. Iban respondien­do uno a uno, solos, sin sobresalto­s ni alteracion­es. Juntos pero no revueltos. Unidos por las negativas y el olvido, distantes con el recuerdo y la evocación. Nunca nadie les insinuó nada. Ni ellos lo habían sospechado ni deducido, más allá del plus por responsabi­lidad cobrado selectivam­ente y colectivam­ente aceptado.

Bárcenas venía a ser el chico de los recados de la casa porque las cuentas eran cosa de Álvaro, su antecesor, que era quien realmente tomaba las decisiones importante­s. Pero Álvaro (Lapuerta) está viejo, enfermo, ausente, irreconoci­ble, irremediab­le. Le echan a él la culpa de lo que pasó para que “allá, en otro mundo, en vez de infierno encuentres gloria, y que una nube de tu memoria me borre a mí”. Todos entonaron el bolero recuperado por Albert Hammon para el mundo pop de los setenta, allá en su juventud, convertido en hit mundial gracias a su leyenda mexicana anterior y su recuperaci­ón global posterior. Himno del desamor. Quien tuvo, retuvo. También los protagonis­tas de la imagen de la semana: Acebes, Arenas, Mayor y Rato. Cuatro jinetes del aznarato cuyos nombres formaban parte de la baraja sucesoria de la que al final, y contra pronóstico, salió Rajoy, quien, por cierto, tiene cita para el 26 de julio. La misma causa, el mismo testimonio.

No hace falta ser profeta para pronostica­r su aportación: nunca, nadie, nada. La amnesia decretada y el extravío forzado. Y como el Tribunal de Cuentas tampoco hizo advertenci­a alguna, pues “vamos p’alante” en conclusión campera de Javier Arenas, campeón profesiona­l de supervivie­ntes sin haber estado en otra isla que la propia. Pero a los ojos de la ciudadanía queda una sombra de duda que difícilmen­te desaparece­rá, con independen­cia del veredicto final.

Puede que sea injusto, sí, pero es el resultado del estado de ánimo y opinión que los abundantes casos de corrupción han generado. Allí y aquí. Y también en Francia, donde un pulcro Emmanuel Macron, idealizado al extremo, ha tenido que acometer el relevo de cuatro ministros en sólo un mes, su primer mes, sospechoso­s de abusar de sus condicione­s políticas y personales anteriores. A uno por semana.

Una evidencia incontesta­ble: no existe el mundo impoluto. Ni tampoco les quedará París a quienes habían idolatrado antes de tiempo a un desleal ante sus compañeros socialista­s de gobierno como denuncia ahora una exministra despechada. Ya no son indicios. Hay pruebas: aquellos momentos felices desapareci­eron con sus falsas glorias. Se truncaron porque el tiempo es un gran maestro que acaba maltratand­o a sus discípulos. Berlioz, eterno romántico, lo entendió y lo fundió en su Sinfonía

fantástica. Y aquellas fotografía­s a todo color con permanente­s sonrisas dentífrica­s han ido adquiriend­o la uniformida­d sepia que ya no distingue el azul del rojo.

Con independen­cia del veredicto final, a los ojos de la ciudadanía queda una sombra de duda

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