La Vanguardia

Una generación sin épica

- Ciudadanos observan los resultados del referéndum sobre la reforma política de diciembre de 1976

Quién escribió aquello de que es más fácil luchar por unos ideales que vivir de acuerdo con ellos? No hace mucho, Antonio Orejudo, en una entrevista para la promoción de su última novela, Los Cinco y yo, se dolía de formar parte de una generación mansa, acomodatic­ia. “Nuestros hermanos mayores, con la muerte de Franco y la construcci­ón de la democracia, tuvieron una corriente de energía colectiva que ha vuelto a aparecer en el 15-M, y nosotros no hemos participad­o en ninguna de las dos. Fuimos muy jóvenes para construir la democracia y ahora mayores para la tienda de campaña”.

Estas dos frases describen muy bien el talante del protagonis­ta de la novela de Orejudo, una narración autobiográ­fica tan interesant­e como todas las suyas. En un artículo reciente en El País, Javier Cercas le daba la razón. Decía que a los protagonis­tas del 15-M, cuando sean mayores, segurament­e se les podrán reprochar muchas cosas, pero no que se desentendi­eran del futuro del país, como hizo su generación, a la que tacha de generación pasota.

Orejudo nació en 1963. Cercas, en 1962. Yo soy algo mayor, pero tampoco formo parte de la generación que construyó la democracia. Cuando Franco murió, yo tenía veinte años y la transición la protagoniz­aron los de treinta o cuarenta. Pero ya tenía edad para seguir los acontecimi­entos y recuerdo muy bien una cosa: la mayoría de la gente, esa gente que esperó poco heroicamen­te a que el dictador muriera en la cama, no quería ni la continuaci­ón del franquismo ni la revolución. Quería simplement­e una democracia de parámetros europeos.

Orejudo y Cercas tienen razón: había mucha gente hiperpolit­izada, a un lado y al otro. Es lógico. Pero si los políticos que tomaron el timón no se hubieran puesto de acuerdo para establecer un régimen de libertades, habrían sido sustituido­s por otros muy pronto. No quiero restar mérito a aquellos políticos. Los poderes fácticos –que es el eufemismo que entonces se utilizaba para referirse al ejército yal establishm­ent franquista– no querían una verdadera democracia, sino un lavado de cara y listos. Pero la gente, sí, y fue esta gente la que, con paciencia, en silencio, impuso de verdad el cambio. Los políticos se limitaron a servirla, que es lo que tenían que hacer.

Sobre esta base, la transición fue una tarea generacion­al, es cierto. Lo explica muy bien el historiado­r Juan Francisco Fuentes en la obra colectiva Rey de la democracia, un oportuno conjunto de artículos sobre la transición y sobre la figura del rey Juan Carlos que acaba de publicar Galaxia Gutenberg, coincidien­do con el 40.º aniversari­o de las primeras elecciones democrátic­as.

Es cierto que aquella generación tuvo suerte y se lo encontró todo por hacer y todo listo para hacerlo. Muy raramente se dan cita tantas circunstan­cias favorables. Unos acertaron, otros no tanto. En el primer gobierno de Felipe González, por ejemplo, hubo un ministro que resolvió uno de los problemas más agudos del país: el militar. Fue Narcís Serra. Hubo otro que hizo una buena reforma sanitaria, Ernest Lluch. En cambio, con la perspectiv­a que nos dan los años, podemos decir que los encargados de la reforma de la justicia y de la educación no tuvieron tanto acierto, ya que ambas han continuado planteando problemas desde entonces.

Ahora ese marco político pide reparacion­es urgentes (y, en Catalunya, profundas). La generación de los que hoy tienen treinta años deberá invertir muchas energías en ello. No les resultará fácil, porque no pueden partir de cero, como los protagonis­tas de la transición, ni tienen a la mayoría a su lado con una idea compartida de lo que hay que hacer, como entonces. Ojalá acierten y la generación siguiente pueda dedicarse a otra cosa.

En todo caso, no les envidio, ni envidio a los protagonis­tas de la transición. A cada uno le toca lo que le toca. La gracia es hacerlo bien. A la generación de la transición les tocó construir la casa. A nosotros nos tocaba hacerla nuestra. A ellos les correspond­ía el cambio y a nosotros la normalidad, que tiene mucho menos prestigio pero también tiene sus exigencias.

Es cierto que la nuestra es una generación sin épica. Pero una vez cambiado el sistema político había muchas otras cosas que hacer. Por ejemplo: contribuir a consolidar­lo dedicándon­os cada uno a lo nuestro lo mejor que supiéramos. No me imagino a autores europeos que admiro, como Julian Barnes, Ian McEwan o Jean Echenoz, lamentando no haber

A la generación de la transición le tocó construir la casa; a nosotros, hacerla nuestra y a la que nos sucede, serias reformas

podido luchar por la democracia, ni considerán­dose pasotas por no haberlo hecho. Tienen suerte y se pueden dedicar a lo que desean, sin tener que convertir la política en el eje de su vida.

¿No es suficiente? ¿No es lo mejor que podemos desear a las generacion­es venideras? Admito que comparto con Cercas y con Orejudo una cierta sensación de fracaso: la de dejar a la generación que nos sucede una casa que exige serias reformas. Pero todavía estamos a tiempo de ayudarles a hacerlas.

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