Montero se consagra en Podemos
El éxito de la portavoz en la moción de censura cierra los debates de liderazgo en Podemos tras la derrota de Íñigo Errejón
La onda expansiva de la moción de censura ha supuesto un cambio de fase política, pero también, en clave interna, ha modificado la posición de Podemos, ha sellado el epílogo a Vistalegre, ha consolidado los liderazgos y ha colocado al partido ante el vaticinado “tiempo lento” que Íñigo Errejón reclamaba en el 2016. El líder socialista Pedro Sánchez, de momento, no ha recogido el guante de los desafíos lanzados por la moción –la degradación política y la crisis territorial– y demuestra estar convencido de que tiene tiempo. Mariano Rajoy ha perdido un aliado porque el reloj ha dejado de caminar a su favor y se ha convertido en factor de sobresalto y desgaste. Y Podemos asume nueva hoja de ruta: marcar la agenda al PSOE, entre mimos y carantoñas, e impulsar la oxidación del Gobierno mientras prepara su conquista territorial.
La satisfacción entre todos los portavoces parlamentarios a la salida de la sesión de censura delataba al verdadero triunfador del envite, el Parlamento. El hemiciclo se elevó como genuina parábola de la conversación política del país. Sin tabúes. Para percibir el cariz de lo que ocurría –y cómo ocurría– en el Congreso, la Asamblea de Madrid había provisto un contraejemplo previo, en una censura que fue una trituradora para la novísima reputación política de Cristina Cifuentes y que daña sus ambiciones futuras.
El calculador Pablo Iglesias era uno de los más satisfechos, convencido de que el pleno había colmado sus objetivos: el primero, visibilizar la fragilidad de la entente de presupuestos, que sin el concurso de los dineros del BOE cayó por debajo de la mayoría absoluta. En segundo lugar, reubicar a Podemos tras las primarias socialistas instando al PSOE a deshojar su margarita sobre la agenda real española (afianzando la estrategia del 2016 de forzar a los socialistas a resolver sus contradicciones). Y por último, ocupar el centro de la discusión política del país en torno a los dos grandes asuntos que, según su relato, hacen crujir los cuarentones y beatíficos consensos de 1978, conmemorados hace unos días bajo lámparas de araña: la sensación creciente de que la corrupción que rodea al Ejecutivo amenaza con hacer metástasis en los demás poderes del Estado y está en la base de la quiebra pacto social, y la amenaza de ruina del modelo autonómico, origen del calentón territorial que en Catalunya amenaza incendio. A Iglesias le ha permitido además sacudirse el arquetipo de enervado heraldo de la refutación, ganado a pulso en el incandescente 2016 que estremeció a su propio partido, y ensayar una definición propia de la solemnidad parlamentaria y de la solvencia política.
Lo que no estaba en el guion es el aplauso general a la portavoz parlamentaria de Podemos, Irene Montero, graduada como personalidad política de primer orden. La inesperada irrupción de la joven supone un súbito candado a los debates nominales del congreso de Vistalegre. El desempeño de Irene Montero en su primera gran cita parlamentaria ha hecho olvidar el de uno de los más inteligentes y persuasivos parlamentarios que ha conocido el nuevo hemiciclo, Íñigo Errejón.
La política es gestión de la contingencia: el despegue de Montero y el quebranto de la buena estrella de la presidenta de Madrid, Cristina Cifuentes, son eventos en apariencia inconexos, pero la vibración de esos armónicos –unidos a la por ahora tímida rectificación del rumbo socialista– dirige el foco a la figura de Errejón, dibujando como irreversible su salto a la política regional madrileña. El patinazo de Cifuentes mejora las expectativas de Podemos de gobernar Madrid, lo mismo que, a medio plazo, la estrella de Montero resuelve la discusión sobre el liderazgo parlamentario. La moción cierra un tiempo y abre otro, anticipado por Errejón tras Vistalegre: la plausibilidad de Podemos como gobierno debe medirse en la conquista de poderes municipales y autonómicos. La cita es el 2019, como trampolín del 2020 si Rajoy agota la legislatura.
Aunque Errejón asumió el resultado de Vistalegre, el rumbo del equipo de Iglesias tras el cónclave desató mudas discrepancias internas del sector errejonista. La arcana combinación de audacia y azar que parece bendecir al secretario general hizo, por ejemplo, que el Tramabús, que no gustó nada en la familia errejonista, acabara como un éxito comunicativo gracias a un factor exógeno: la operación Lezo. Con la moción de censura, que nació de la idea de Ramón Espinar de impugnar a Cifuentes en la Asamblea de Madrid, ha ocurrido algo parecido: la susurrante disidencia interna barruntaba que el consenso de los grandes partidos abjuraría del formato de debate sobre el Estado de la Nación que Iglesias pretendía y que eso los acabaría arrinconando en un papel lateral y gruñón, mientras el PSOE se refundaba alrededor de su flamante Edmundo Dantés. De ahí la importancia que para Podemos tuvo que Mariano Rajoy, escarmentado en la cabeza ajena de Cifuentes, asumiera en solitario la defensa de su gestión, una maniobra que a posteriori parece ineluctable, dado el grado de oxidación a que la vertiginosa actualidad ha sometido al consejo de ministros –Rafael Catalá (caso Moix), Cristóbal Montoro (amnistía fiscal) y Luis de Guindos (gestión de la crisis financiera)–, en las semanas que Ana Pastor dejó pasar para discutir la moción.
Cuando Rajoy salió a responder a la wagneriana obertura de rayos y truenos de Irene Montero, el grupo de Unidos Podemos tuvo que resistir la tentación de mandar a Iglesias a un tú a tú con el presidente. Montero logró así, además de salir con bien del brete, fijar una imagen poderosa: la de dos antípodas políticas, generacionales, formales, de género y de clase. Si la semana pasada asistimos al poder metonímico que conservan las imágenes de 1977, Rajoy y Montero proyectaron una para los libros de historia: el sexagenario registrador de la propiedad pontevedrés, con sus modos canovistas, su retórica alfonsina y su retranca, se erigía en cerbero del statu quo ante la enmienda a la totalidad promovida por una psicóloga veinteañera, activista de óptimo expediente académico en la educación pública, con su verbo expeditivo y airado. Sea leída la imagen como el duelo en términos virtuosos –la responsabilidad veterana frente a la audacia juvenil– o peyorativos –el inmovilismo artrítico frente a la temeridad bisoña–, el cuadro posee todos los atributos para ser icono eminente del presente español.