El estallido democrático
Los partidos ganadores en las elecciones de las democracias europeas han perdido casi 10 puntos de apoyo desde 1977
La fragmentación electoral que vienen sufriendo las democracias occidentales se expresa en cifras muy estridentes. Ahora bien, esas cifras no se limitan al visible crecimiento del número de partidos que acceden a los parlamentos. Precisamente, al aumentar la cantidad de formaciones que se reparten el pastel electoral, las porciones del voto son cada vez más pequeñas. Es decir, los nuevos partidos se hacen un hueco a costa de los antiguos, especialmente los grandes, que pierden peso. De ahí los problemas añadidos de estabilidad y gobernabilidad. Y la cifra que mejor refleja esa complicada metamorfosis es la cuota electoral media de los partidos ganadores en la Europa democrática. Esa cuota media de voto ha caído en más de 10 puntos desde 1977 sobre un panel de una veintena de países que incluye España (ver gráfico adjunto).
Claro que el coste electoral de los nuevos inquilinos parlamentarios lo ha pagado también el resto de los partidos tradicionales. Así, la cuota electoral media de la segunda fuerza política en las elecciones de las democracias europeas, que en 1977 era de casi un 28%, se queda ahora en el 23% (y esa media aún descendería más si en el grupo se incluyeran las democracias nacidas del bloque comunista). Ciertamente, el caso español presenta una caída más amortiguada si el resultado de las últimas elecciones se compara con el de 1977: 1,4 puntos en el caso de la primera fuerza (UCD y ahora el PP), aunque casi siete puntos si se trata de la segunda (entonces y ahora el PSOE). Sin embargo, la magnitud del retroceso de los dos primeros partidos españoles se aprecia en toda su extensión si la comparativa se efectúa con las cifras de los comicios del 2008, el momento cumbre del bipartidismo: casi 11 puntos de descenso en el caso de la primera fuerza (entonces el PSOE y ahora el PP) y más de 17 en el de la segunda (entonces el PP y ahora el PSOE).
Por otra parte, una de las paradojas del estallido del bipartidismo en España es que se ha producido justamente en elecciones con un menor número de ofertas electorales. En el 2015, por ejemplo, concurrían 56 formaciones, y en el 2016, 51. Sólo en 1979 (53) y en 1986 (51) compitieron en las urnas una cifra tan reducida de partidos. En cambio, en 1977 la oferta superó las 82 candidaturas mientras que en los comicios que llevaron el bipartidismo a su cénit (los del 2008), el número de listas electorales fue el más elevado de toda la democracia: 98.
Eso sí, en 1977 la diferencia entre las múltiples ofertas electorales se ceñía al terreno ideológico (con decenas de propuestas de derecha, centroderecha, socialistas o izquierdistas, que a veces sólo se distinguían por el matiz territorial: izquierda andaluza, centro aragonés, demócratas gallegos, etcétera). Posteriormente, en cambio, fueron apareciendo candidaturas que respondían a intereses más sectoriales o gremiales y a sensibilidades ajenas a las tradiciones ideológicas: ecologistas, animalistas, aficionados al motor, viudas y esposas legales, pensionistas, partidarios del cannabis o de internet, grupos antitabaco o incluso positivistas.
Aun así, lo sorprendente es que el final del sistema bipartidista se haya producido cuando menos ofertas electorales concurrían a las urnas. Sin embargo, el nuevo mapa político parece responder más a un cambio en la demanda que en la oferta, aunque la primera haya propiciado, sin duda, la aparición de nuevas propuestas políticas. “En un mundo bipartidista, los únicos movimientos eran entre izquierda y derecha y entre ambos y la abstención”, recuerda el sociólogo Narciso Michavila en el libro El porqué de los populismos. Pero también es cierto que en el siglo pasado funcionaban unas lealtades partidistas, determinadas en su mayor parte por la clase social de pertenencia. Hoy, en cambio, la sociedad se ha vuelto más compleja y más volátil, y los electores votan en función de sensibilidades particulares (como los defensores de los animales, con casi 300.000 votos en junio del 2016), o bien “se sienten huérfanos” de los desgastados partidos tradicionales, que, además, no expresan con claridad algunas de sus preocupaciones más profundas (como el impacto de la inmigración, la globalización, la crisis o la revolución tecnológica sobre su identidad y sus condiciones de vida). Y de ahí que haya obreros que voten a la extrema derecha (como en Francia) o miembros de la clase media que lo hagan a la ultraizquierda (como ocurre en Catalunya).
Paradoja española: la mayor fragmentación se ha producido cuando menos candidaturas concurrían a las urnas