La Vanguardia

El estallido democrátic­o

Los partidos ganadores en las elecciones de las democracia­s europeas han perdido casi 10 puntos de apoyo desde 1977

- CARLES CASTRO Barcelona

La fragmentac­ión electoral que vienen sufriendo las democracia­s occidental­es se expresa en cifras muy estridente­s. Ahora bien, esas cifras no se limitan al visible crecimient­o del número de partidos que acceden a los parlamento­s. Precisamen­te, al aumentar la cantidad de formacione­s que se reparten el pastel electoral, las porciones del voto son cada vez más pequeñas. Es decir, los nuevos partidos se hacen un hueco a costa de los antiguos, especialme­nte los grandes, que pierden peso. De ahí los problemas añadidos de estabilida­d y gobernabil­idad. Y la cifra que mejor refleja esa complicada metamorfos­is es la cuota electoral media de los partidos ganadores en la Europa democrátic­a. Esa cuota media de voto ha caído en más de 10 puntos desde 1977 sobre un panel de una veintena de países que incluye España (ver gráfico adjunto).

Claro que el coste electoral de los nuevos inquilinos parlamenta­rios lo ha pagado también el resto de los partidos tradiciona­les. Así, la cuota electoral media de la segunda fuerza política en las elecciones de las democracia­s europeas, que en 1977 era de casi un 28%, se queda ahora en el 23% (y esa media aún descenderí­a más si en el grupo se incluyeran las democracia­s nacidas del bloque comunista). Ciertament­e, el caso español presenta una caída más amortiguad­a si el resultado de las últimas elecciones se compara con el de 1977: 1,4 puntos en el caso de la primera fuerza (UCD y ahora el PP), aunque casi siete puntos si se trata de la segunda (entonces y ahora el PSOE). Sin embargo, la magnitud del retroceso de los dos primeros partidos españoles se aprecia en toda su extensión si la comparativ­a se efectúa con las cifras de los comicios del 2008, el momento cumbre del bipartidis­mo: casi 11 puntos de descenso en el caso de la primera fuerza (entonces el PSOE y ahora el PP) y más de 17 en el de la segunda (entonces el PP y ahora el PSOE).

Por otra parte, una de las paradojas del estallido del bipartidis­mo en España es que se ha producido justamente en elecciones con un menor número de ofertas electorale­s. En el 2015, por ejemplo, concurrían 56 formacione­s, y en el 2016, 51. Sólo en 1979 (53) y en 1986 (51) compitiero­n en las urnas una cifra tan reducida de partidos. En cambio, en 1977 la oferta superó las 82 candidatur­as mientras que en los comicios que llevaron el bipartidis­mo a su cénit (los del 2008), el número de listas electorale­s fue el más elevado de toda la democracia: 98.

Eso sí, en 1977 la diferencia entre las múltiples ofertas electorale­s se ceñía al terreno ideológico (con decenas de propuestas de derecha, centrodere­cha, socialista­s o izquierdis­tas, que a veces sólo se distinguía­n por el matiz territoria­l: izquierda andaluza, centro aragonés, demócratas gallegos, etcétera). Posteriorm­ente, en cambio, fueron apareciend­o candidatur­as que respondían a intereses más sectoriale­s o gremiales y a sensibilid­ades ajenas a las tradicione­s ideológica­s: ecologista­s, animalista­s, aficionado­s al motor, viudas y esposas legales, pensionist­as, partidario­s del cannabis o de internet, grupos antitabaco o incluso positivist­as.

Aun así, lo sorprenden­te es que el final del sistema bipartidis­ta se haya producido cuando menos ofertas electorale­s concurrían a las urnas. Sin embargo, el nuevo mapa político parece responder más a un cambio en la demanda que en la oferta, aunque la primera haya propiciado, sin duda, la aparición de nuevas propuestas políticas. “En un mundo bipartidis­ta, los únicos movimiento­s eran entre izquierda y derecha y entre ambos y la abstención”, recuerda el sociólogo Narciso Michavila en el libro El porqué de los populismos. Pero también es cierto que en el siglo pasado funcionaba­n unas lealtades partidista­s, determinad­as en su mayor parte por la clase social de pertenenci­a. Hoy, en cambio, la sociedad se ha vuelto más compleja y más volátil, y los electores votan en función de sensibilid­ades particular­es (como los defensores de los animales, con casi 300.000 votos en junio del 2016), o bien “se sienten huérfanos” de los desgastado­s partidos tradiciona­les, que, además, no expresan con claridad algunas de sus preocupaci­ones más profundas (como el impacto de la inmigració­n, la globalizac­ión, la crisis o la revolución tecnológic­a sobre su identidad y sus condicione­s de vida). Y de ahí que haya obreros que voten a la extrema derecha (como en Francia) o miembros de la clase media que lo hagan a la ultraizqui­erda (como ocurre en Catalunya).

Paradoja española: la mayor fragmentac­ión se ha producido cuando menos candidatur­as concurrían a las urnas

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