La otra cara de la economía colaborativa
EL viernes se registró en Barcelona la primera manifestación de ciclistas que efectúan reparto por cuenta de empresas basadas en aplicaciones digitales. Estos trabajadores de bici y mochila cúbica a la espalda, muy visibles ahora en las calles de la ciudad, no disponen de un sueldo fijo ni de seguro de accidente, cobran entre tres o cuatro euros por pedido entregado, deben pagar su cuota de autónomos y logran continuidad en función de la disponibilidad acreditada. Las empresas para las que trabajan se presentan como paradigmas de la economía colaborativa, que mediante una aplicación digital regula el tráfico de pedidos y servicios. Son, nos dicen, el futuro. Y, de hecho, son ya el presente. Alguno de estos repartidores se reúnen en Barcelona en los alrededores de la plaza Letamendi, a la espera de recibir en su teléfono móvil un nuevo encargo. De la misma manera que, décadas atrás, los jornaleros esperaban en la plaza Urquinaona a que alguien quisiera contratarles.
En la era de la revolución digital, la llamada economía colaborativa goza de buena prensa. Parece la última novedad, el fruto de mentes despiertas que ofrecen más por menos merced a la innovación tecnológica. Como casi todos los fenómenos, la economía colaborativa ha tenido varias fases y expresiones. En algunas, realmente, se intercambian servicios y demandas, en pos de un beneficio mutuo. En otras, en cambio, adquieren mayor protagonismo los intermediarios que proveen los servicios digitales y, a menudo, obtienen beneficios considerables a unos costes mucho más bajos que los de la economía productiva tradicional, donde había que comprometerse con inversiones, bienes inmuebles, nóminas, etcétera. Era otro tipo de contrato social. Era otra economía, en la que también había precariedad, pero que no se presentaba como rompedora.
Esta semana hemos tenido asimismo conocimiento de la extensión del fraude en un servicio de alquiler de apartamentos tan popular como es Airbnb. Probablemente, fruto de la picaresca de quienes aprovechan los resquicios de la ley ante la rápida y desregulada revolución digital. También, de la laxitud de los grandes operadores, que deberían ejercer un mayor control sobre su negocio para evitar así las conductas inapropiadas o abusivas. Pero esa nunca parece ser la prioridad. La prioridad es siempre agrandar el negocio en marcha.
Airbnb, Uber, Cabify, Blablacar, Wallapop... La lista de aplicaciones que están modificando los servicios de transporte, inmobiliarios, de compraventa o tantos otros crece día a día. Eso puede reportar servicios interesantes. Pero con frecuencia revela también las carencias de esta economía o sus excesos. Plataformas muy poderosas, dotadas de generosa financiación, irrumpen en distintos sectores con condiciones muy ventajosas –a primera vista para sus promotores y clientes, pero no para los que proveen el servicio–, arrinconan a la competencia y al poco exhiben su voluntad de quedarse con el sector.
No estamos en contra de estas transformaciones, propias de nuestro tiempo. Pero sí nos gustaría, puesto que se presentan como opciones de progreso, que lo fueran realmente para todos. Para quienes las impulsan, por supuesto. Para quienes las contratan. También para quienes ofrecen el servicio. Y, a poder ser, que se las sometiera a unas regulaciones y una fiscalización no menos exigentes que las que soportan aquellos servicios a los que, de hecho, se proponen desbancar.