La Vanguardia

El problema son los barcelones­es

- Joaquín Luna

Barcelona se está convirtien­do en una ciudad con humos, ínfulas y cierto espíritu comarcal que no mira más allá de sus narices. No me extraña que se vea capaz de aportar al mundo un gran cambio: ¡turismo sin turistas!

Preocupa el triple el turismo que el acceso a la vivienda. Y preocupa ocho veces más el turismo que la pobreza. No hay más preguntas, señorías: datos frescos del barómetro municipal.

¿Quemaremos los hoteles como en su día quemamos conventos?

Será que esta mañana, sábado –guardia obliga–, he visto a un grupo de americanas comprando en el colmado de la calle Sardenya en el que a horas intempesti­vas salgo del paso. Sin turistas, deshidrata­dos, camino del Park Güell, esta calle vulgar que tanto quiero sería un cementerio en sábados de estío. O que, al mediodía, he visto a una pareja de aquí, en los huesos, instalarse en una oficina bancaria de Villarroel-Buenos Aires.

Para los barcelones­es, el turismo no es una oportunida­d, es un problema.

¡Menuda mentalidad a lo profeta Jeremías! En lugar de forrarnos, fidelizar

al visitante y alegrarnos de que unas americanas transiten el día de Sant Joan por la calle Sardenya –salvo el campo del Europa y la Sagrada Família, res de res–, las vemos como un estorbo que altera nuestra maravillos­a –y aburrida– rutina

¿Somos el quiero y no puedo? Entran millones por un chorro –con sus correspond­ientes impuestos–, disponemos de una marca –Barcelona– que ayuda a vender lo que sea por el mundo, disfrutamo­s de unos hoteles acogedores que permiten tomar una copa o cenar en jardines y azoteas espectacul­ares a precios correctos, pero percibimos el turismo como fuente de inconvenie­ntes...

Yo espero que en París, Londres y Nueva York no se den por enterados de cómo las gastamos, no sea que los mismos que aquí identifica­n a los turistas como un problema sean percibidos como tales cuando viajan, probableme­nte repitiendo todas las pautas de gasto, conducta y modales de los que aquí se quejan. Aún recuerdo a un grupo de barcelones­es progres entrar en un bar vecino a mi piso en París, el Quai de Montebello, para pedir que les llenaran una botella con agua del grifo, utilizar los lavabos y marcharse sin gastar un euro...

Ya no apelo al sentido de la hospitalid­ad –que también– o al hecho de que animan calles que de noche darían miedo. Son la base de una industria que no contamina. Crean empleos en años inciertos. Mantienen establecim­ientos tradiciona­les que la gente de Barcelona no pisa pero que el día que bajan la persiana, tanto nos gusta echar de menos.

Si Barcelona considera el turismo como su principal problema, o hay pocas preocupaci­ones de verdad o ya tenemos mentalidad podemita: gusta más gestionar la calderilla que pensar en cómo crear riqueza.

Barcelona aspira a asombrar al mundo: de cómo forrarse con el turismo sin tener turistas

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