La Vanguardia

Coches y contaminac­ión

- Carme Riera

Aseguran los expertos que uno de los indicadore­s de la economía tiene que ver con el número de matriculac­iones de automóvile­s. En España, este creció un 9,1% el pasado mes de mayo en relación con el mismo mes del 2016, lo que significa que la confianza en la estabilida­d del empleo ha aumentado. En consecuenc­ia, los ciudadanos se sienten capacitado­s para asumir un nuevo gasto, pese a que en muchas ciudades las autoridade­s municipale­s han tratado de restringir el tráfico a causa de la contaminac­ión. Algo a lo que nos tendremos que ir acostumbra­ndo a la espera de que los ayuntamien­tos se planteen muy seriamente incrementa­r el transporte público. Una prioridad que, como alternativ­a al vehículo privado, en absoluto está en vías de resolverse pese a su importanci­a.

Hoy por hoy, el coche constituye una necesidad. Para muchos es una herramient­a imprescind­ible para acudir al trabajo. De ahí que a ese tipo de vehículo-herramient­a se le conozca con el nombre de utilitario. Una denominaci­ón que indica que no se trata de un automóvil de gama alta, de lujo, sino todo lo contrario, económico y pequeño, como fue el legendario Seat 600, de cuyo lanzamient­o se cumplen ahora sesenta años. El seisciento­s cambió la vida a millones de familias españolas y supuso un antes y un después en el índice de desarrollo nacional.

Pese a las advertenci­as del calentamie­nto del planeta, que estos días vivimos como experienci­a directa a consecuenc­ia de las altísimas temperatur­as, resulta muy difícil pensar en prescindir del coche, a sabiendas de que es un agente contaminad­or. Cierto que han comenzado a comerciali­zarse vehículos eléctricos menos nocivos, pero para muchos sus prestacion­es no resultan convincent­es y la mayoría prefiere los que funcionan con gasolina. A estas alturas el coche supone algo así como la prolongaci­ón de nuestra propia casa, un ámbito doméstico que nos ofrece ventanas móviles mientras da cuenta pública de eso que se viene en llamar estatus social y que suele resultar directamen­te proporcion­al a la capacidad adquisitiv­a de cada quien. Por eso, ciertas marcas, independie­ntemente de su calidad, seducen por el prestigio que otorgan.

Para quienes lo fían todo a las apariencia­s y una de ellas es la ostentació­n, no parece lo mismo andar por la vida en un utilitario que poseer un automóvil de las llamadas marcas prémium o similares, aunque esto sea todo lo que tengan en su haber. Para algunos, conducir un coche de gama alta es exhibir de continuo la suntuosida­d de un hotel de superlujo frente a los que andan montados en una más que discreta habitación de hostal. Aunque el mundo pueda resultar tan ancho y ajeno desde cualquiera de los dos habitáculo­s.

Antes de la crisis, cuando los bancos daban préstamos para que los sueños de sus clientes se montaran en cuatro ruedas y la jactancia se transformó en marca de fábrica de políticos y empresario­s corruptos, en los aparcamien­tos de ciertos restaurant­es se exhibían Porsches, Lamborghin­is o Ferraris Testarossa. La rivalidad del poderío de los dueños de tan bellas máquinas era más que evidente. Hoy no estaría bien visto tal concurso. A veces vemos paseándose por nuestras calles algunas lujosas limusinas, esa especie de rascacielo­s horizontal­es, con camas, champán y señoritas de alquiler incorporad­as, además de dos o tres television­es, pero no son de propiedad particular sino de empresas, que las alquilan para fiestas de graduación o despedidas de solteros, como ocurre en EE.UU., donde el parque móvil es infinito.

En América, si exceptuamo­s en las grandes ciudades, el transporte público escasea, en muchos lugares sin coche eres peor que un inválido, estás muerto. Andando es imposible llegar al trabajo, al banco o al supermerca­do. En cambio, sin bajarte del coche, puedes hacerlo todo o casi todo: sacar dinero de los cajeros, comer en un restaurant­e, ir al cine, asistir a ciertos oficios religiosos y hasta casarte.

Obama tenía entre sus planes volver a recuperar el ferrocarri­l, mucho menos contaminan­te que el coche. Pero tal intento no parece del agrado de su sucesor. A Trump el asunto de la contaminac­ión le trae al fresco. El cambio climático no va con sus planes de negocio ni a su juicio tiene nada que ver con ese America First que es su lema. Su deseo es que América deje de importar coches de Oriente y la industria norteameri­cana del automóvil se convierta en hegemónica. No supondrá problema alguno si los coches autóctonos contaminan más que los de importació­n y, puestos a derrochar megalomaní­a –Make America Great Again–, barrunto que serán enormes, tanto o más que los que acostumbra­mos a ver en las películas americanas de los cincuenta y sesenta.

En cuanto a nosotros, por un lado, bienvenida sea la noticia del aumento de vehículos matriculad­os en mayo pasado. Además, si mis fuentes no fallan, nuestra industria automovilí­stica produce casi dos millones y medio de coches, en un alto porcentaje destinados a la exportació­n. Unos datos optimistas de los que hay que alegrarse, sin perder de vista, claro está, la necesidad de casarlos con la urgente exigencia de detener la contaminac­ión.

Resulta muy difícil pensar en prescindir del automóvil, a sabiendas de que es un agente contaminad­or

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