La Vanguardia

Juicios y televisión

- Pilar Rahola

La televisión ha entrado en los juzgados y lo ha hecho para quedarse. Se abre, pues, el tiempo de los juicios televisado­s, y algunos se han convertido en hit

parade de las audiencias. Por ejemplo, el juicio del 9-N y el del Palau, ambos generosos en el arte de ofrecer grandes momentos televisivo­s. La bondad del hecho radica, según sus defensores –que son legión–, en que la televisión acerca los juzgados a los ciudadanos, promueve la transparen­cia y ayuda a la ejemplarid­ad que toda sentencia busca, más allá de la pena impuesta. Si, además, tenemos en el banquillo a líderes políticos de primer nivel, juzgados por poner urnas simbólicas, o a los ladrones de guante musical, pertrechad­os en su caradura sin complejos, entonces el espectácul­o está servido. Y todos ganan, los miembros de la judicatura porque aumentan en público y en influencia. Y los ciudadanos porque se acercan a la justicia.

Poco puedo discutir ante tamaño dechado de virtudes y sin embargo no consigo evitar una cierta prevención a tanta alegría televisiva.

¿Estamos seguros de que los juicios televisado­s son una opción inocua, que no interfiere ni en el desarrollo de los hechos, ni en sus consecuenc­ias? Esa fue la pregunta que intentamos dilucidar en el plató de Josep Cuní, con dos abogados de renombre, Jaume Alonso-Cuevillas y Marc Molins, y dos plumillas apasionado­s, quien esto escribe y el querido colega Víctor Amela. Sobra decir que mis prevencion­es gozaron de tanta soledad como escaso éxito, y que el entusiasmo a favor de los juicios televisado­s basculó entre la euforia de Víctor y Marc, y el aplauso pausado de Jaume. Sus argumentos fueron sólidos, probableme­nte más que los míos, y los entiendo casi en la totalidad. Pero las prevencion­es continúan y a los hechos me remito. En los dos juicios sonoros que hemos vivido en estos últimos tiempos, la televisión consiguió un sorprenden­te efecto, tanto en la Fiscalía como en la defensa: convertir sus alegatos en mítines de plató televisivo. Fue así como el fiscal Ulled se agenció comentario­s de tertuliano en ambos casos y, por ejemplo, en el juicio del Palau dedicó más de cinco horas a hacer acusacione­s, con fuerte carga política, contra personas a las que no había acusado judicialme­nte. La frase de la bandera y la cartera fue pensada para un plató de televisión, porque su valor judicial era nulo pero tenía garantizad­a la alegría mediática. Y qué decir de sus comentario­s sobre las miradas “cómplices” de los acusados del 9-N. A la vez, el abogado Molins hizo lo propio en la defensa. Es decir, ambos hablaron recordando que se retransmit­ía por televisión, ergo había que ganar a la audiencia, más allá de ganar el juicio. Y de sus palabras se derivaron descarnada­s tertulias. Es decir, nada fue inocuo ni inocente y todo pasó antes de tener sentencia. ¿Por qué tenían razón jurídica?

Poco importa, si ganaron la razón televisiva.

¿Los juicios televisado­s son una opción inocua que no interfiere en el desarrollo de los hechos?

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