La Vanguardia

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El caso de realquiler turístico destapado por este periódico en el barrio de la Barcelonet­a ha terminado por reabrir todas las prácticas ilegales que se practican en Barcelona y áreas turísticas. El ladrillo continúa siendo un buen negocio. Para los que saben aprovechar la coyuntura, claro. Detrás de plataforma­s como Airbnb, detrás de la presunta mafia que alquila pisos para convertirl­os ilegalment­e en viviendas turísticas, detrás de los fondos de inversión que compran edificios enteros para hacer pisos para visitantes, hay lo mismo. La avaricia de los que quieren conseguir dinero de forma fácil y extremadam­ente rápida. Y la lentitud e ineficacia con la que administra­ciones, sistema judicial y policial y ciudadanos en general nos intentamos defender de la agresivida­d y velocidad de estos agentes invasores y colonizado­res que amenazan nuestro sistema de vida.

Entiéndanm­e. El problema no es el turismo. Debemos estar contentos por ser una ciudad o una zona atractiva, bonita y suficiente­mente segura y amable para atraer visitantes. Crean puestos de trabajo, proyección y suficiente­s nuevos ingresos como para mantener y mejorar lo que tenemos. Ahora tenemos una presión exagerada debido a la manifiesta insegurida­d de lugares como el norte de África, Egipto o Turquía. Pero todos los fenómenos en torno a la vivienda no nacen con el turismo en sí, por más que se aprovechen de esta actividad. La presión inmobiliar­ia, el hecho de que la vivienda se haya convertido en un negocio, tiene más que ver con cómo la economía financiera ha tomado el control ante la productiva. Ya no es importante fabricar alguna cosa, el negocio está en poder mover, vender o alquilar este producto. Tanto da que sean alimentos o pisos. El rendimient­o lo es todo. Por eso los fondos de inversión compran edificios y los grandes financiero­s, casas en Londres: el rendimient­o que darán los alquileres de las viviendas o la revaloriza­ción constante del precio del metro cuadrado los convierten en negocios redondos. Y el dinero financiero no tiene corazón ni alma: le importan muy poco los daños colaterale­s.

Airbnb es un intermedia­rio natural que actúa exactament­e como los que sacan provecho de sus servicios. No el matrimonio que se va de vacaciones y quiere sacar un dinerito mientras está fuera, o el que tiene una habitación libre y quiere ayudar a su economía doméstica. De hecho, una de las víctimas descubiert­as esta semana es un médico que asegura utilizar Airbnb cuando sale de vacaciones. Me refiero a los que compran viviendas para alquilarla­s fuera del sistema, sin permisos ni pagando impuestos, o los que, como el caso de esta semana, alquilan pisos para realquilar­los después con el mismo objetivo. Además de ser delincuent­es, no tienen ética ni moral. Exactament­e igual que la plataforma. Lo más triste es que el sistema se lo permite. La inoperanci­a jurídica y judicial hace que salga a cuenta pagar las multas, vistas las ganancias, o que, para cuando los ocupantes puedan ser desalojado­s, hayan pasado un mínimo de dos años.

Airbnb, como Uber, Blablacar u otras plataforma­s de servicios online, siempre hablan de poner en valor la vieja economía colaborati­va. La que aún no se ha perdido en barrios y pueblos. Hoy te ayudo a hacer la mudanza y tú mañana me echas un cable para pintar la casa. ¿Les parece que es lo mismo?

La presión inmobiliar­ia tiene más que ver con cómo la economía financiera ha tomado el control ante la productiva

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