Una estatua para Europa
El jueves (22 de junio), las páginas de la sección de Internacional de este diario se abrían con el siguiente titular: “Macron, primera crisis” (lo que da a entender que habrá o puede haber otras). “Un mes después de formar Gobierno, saltan cuatro ministros importantes” (François Bayrou, ministro de Justicia; Marielle de Sarnez, ministra de Asuntos Europeos; Sylvie Goulard, ministra de Defensa; y Richard Ferrand, ministro de Cohesión Territorial). Las cuatro dimisiones, por “investigaciones judiciales abiertas por cuestiones relativas a la corrupción”, según se podía leer en el editorial de La Vanguardia. Toma castaña. Pero, al día siguiente, las mismas páginas se abrían con este titular: “Macron pone en marcha a Europa”. “La UE recobra la confianza y se prepara para plantar cara a Trump”.
Vamos, que este chico es la pera (yo suelo llamar chicos a todos aquellos que todavía no han alcanzado la cuarentena, por muy presidentes que sean de la república francesa). Hay quienes gustan de comparar a Macron con el general Dde Gaulle. Evidentemente exageran. En 1958, cuando De Gaulle accede a la presidencia de la república, la IV, ya es todo un personaje y ha tenido su propio partido (el RPF). Es un personaje popular que goza de una inmensa simpatía. Macron, en cambio, no es nadie, es prácticamente un desconocido. Un desconocido que gana las presidenciales sin partido conocido y, para colmo, se hace, en las legislativas, con la mayoría absoluta, más que absoluta del Parlamento. Lo de Macron es, sencillamente, una success story en versión acelerada. Una success story, todo sea dicho, un tanto peculiar: uno de cada dos franceses no le ha votado. Tanto en las presidenciales –segunda vuelta– como en las legislativas, Macron ha superado el índice de abstención. ¿Cómo se explica ese elevadísimo índice de abstención? El anciano (en julio cumplirá 97 años) Jean Daniel lo explica así en su editorial del Obs (el antiguo Nouvel Observateur): “Juraría que un gran número de lectores, ante la suerte de que hace gala ese diablo de muchacho y la manera que tiene de instrumentalizar, él solito, esa condenada suerte, acabaron por creer que no necesitaba de ellos. Y se abstuvieron”.
El anciano Jean Daniel se siente dolido. Socialista de pura cepa –adicto a Mendès France–, lamenta la pérdida de “su patria”, el partido socialista francés, y aboga por su reconstrucción, “pensando en las horas gloriosas de la socialdemocracia en Suecia y en Alemania”. No la verá. Y se muestra preocupado por esa mayoría absoluta de un Parlamento sin apenas oposición. “Sin oposición, no hay democracia posible”, concluye el anciano periodista.
He sacado al viejo Jean Daniel porque le tengo una gran simpatía y he aprendido mucho de él, pero reconozco que su manera de pensar no coincide con la de la mayoría de los franceses. Jean Daniel pertenece a otro mundo, el de ayer, que decía Zweig, un mundo que ya no existe. El mundo de hoy es el del joven Macron. Un mundo que ha puesto el acelerador y corre, imparable, de una crisis gubernativa a un éxito europeo, a un éxito que convierte esta crisis en un accidente sin mayor importancia.
Macron ha triunfado en Bruselas. Les ha hablado del futuro de Europa, un futuro basado en el eje francoalemán. A la señora Merkel, en las fotografías, se la ve sonreír, contenta, aunque en su interior tal vez no se fíe demasiado de la joven estrella (hace unos días, tras la elección del nuevo presidente de Francia, el diario Bild se preguntaba: “¿Cuánto nos costará Macron?”). Pero, bueno, después del Brexit y de Trump, bienvenido sea el joven Macron.
Curiosamente, el éxito de Macron en Bruselas coincide con un artículo que he pillado en el diario Libération y que lleva por título: “Europa bien vale una estatua”. El artículo lo firma un tal François Varay, “presidente de la asociación Una Estatua para Europa”. El señor Varay es de la opinión que hay que erigir una estatua a Europa, del mismo modo que América tiene la suya –La libertad iluminando el mundo– que los franceses regalaron a los yanquis en su día. El señor Varay está convencido de que Europa se merece esta estatua y que ha llegado el momento de dársela. “Hemos inventado Europa, ahora tenemos que inventar los europeos”, dice el divertido señor Varay. ¿Y dónde levantaremos esta estatua? Pues en la costa atlántica; ha de ser una estatua que señale la puerta atlántica de Europa. Muy bien, ¿pero dónde, en qué país? Pues en Francia. Porque de los seis países que firmaron en su día el tratado de Roma, Francia es el único que posee una ventana atlántica desde la que se contempla América, a la otra estatua. El señor Varay está convencido de que la estatua acabará siendo una realidad, financiada sin dinero público, a costa de mecenazgos y de donaciones privadas. En cuanto al escultor, saldrá de un concurso público con un jurado formado por personalidades europeas.
Ignoro si la idea cuajará. Podría ser, y no me extrañaría que contase con el beneplácito del joven Macron, de Brigitte, de su perro y de todos sus amigos y correligionarios. Lo que no sé es si le hará demasiada gracia al gallego Mariano Rajoy. Al fin y al cabo, en España también tenemos ventanas al Atlántico, aunque en su día no firmásemos el tratado de Roma. Y posats a fer, somos tan europeos como el que más. Y además, fueron unos monarcas españoles los que financiaron el descubrimiento de América. Y, termino, si bien Catalunya no tiene ninguna ventana atlántica, no hay que olvidar que Colón era catalán, como saben la inmensa mayoría de los escolares de este bendito país. Así que, conseller Romeva, ja sap el que li toca.
Ignoro si la idea cuajará, pero no me extrañaría que contase con el beneplácito de Macron, Brigitte y todos sus correligionarios