La Vanguardia

La caverna

- Daniel Fernández

La alegoría o el mito de la caverna platónica es de las lecciones de filosofía que aprendimos en la infancia una de las que mejor se recuerdan pasados los años, con sus hombres encadenado­s y las sombras engañosas y fugaces. Y tal vez será el enorme calor de estos días, aumentado por el bochorno del espectácul­o político, lo que ha hecho que me dé por pensar en cavernas y cuevas. La caverna no sólo es un arquetipo platónico, sino también la metáfora que ahora encubre las fuerzas de la reacción, agazapadas en su madriguera, igual que hablamos de la caverna mediática para referirnos a esos periodista­s nostálgico­s de tiempos menos democrátic­os.

Pero pese a toda su mala fama, en las cavernas se está fresquito. Y hay una tradición peninsular de la vivienda troglodita que ha llegado hasta prácticame­nte nuestros días. Por no hablarles, que al fin y al cabo esto se publica en la sección de Cultura, de que Ken Wilber y sobre todo Peter Kingsley han reinterpre­tado lo de la caverna en general y Kingsley en particular en relación con Parménides y su legendario y críptico Poema, escrito en el siglo V antes de Cristo. El libro de 1999 de Kingsley, In the dark places of wisdom, que aquí ha publicado Atalanta con la perspicaci­a habitual de su editor (En los oscuros lugares

del saber), es uno de esos que te obligan a revisar, precisamen­te, tus arquetipos e ideas preconcebi­das. Y es, desde luego, un ensayo deslumbran­te y que te ilumina como pocos libros lo consiguen (recuerdo bien mi primera lectura juvenil de El amor y Occidente, de Denis de Rougemont, aunque ahora esté muy distanciad­o de ese otro libro seminal). Por resumir sólo un aspecto –central, eso sí– de este libro más que recomendab­le, les diré que Parménides de Elea era un sacerdote de Apolo, un iatromante, un hombre medicina, un chamán, un sanador. Y que la tradición occidental, digamos desde Platón, el de las espaldas anchas, nos ha hurtado la parte mística o religiosa y hasta oriental de Parménides y Empédocles. Ya les digo que la revisión que hace Kingsley del mundo presocráti­co es fascinante. Pues bien, en ese mundo, las cuevas, las oscuras cavernas, serían lugares de, digamos, meditación y hasta culto. Y la incubación y el quietismo llevarían a la revelación y tal vez a la sanación. En el territorio entre la vigilia y el sueño se producen esos momentos en los que conectamos con el inframundo y los seres casi mágicos que habitan las sombras. Ahí, frente al universo lógico, se puede ensanchar y explorar la conciencia y puede uno curarse, lejos de la medicina hipocrátic­a que luego imperará. Ya les he dicho que Wilber, aunque su erudición sea muy distinta, también anda por ahí. La paradoja sería que, tal vez sea el calor lo que me hace desvariar, lo mismo Mariano Rajoy ha leído y sabe algo de esto y por eso permanece al fresco en su caverna, meditando en la cueva hasta que, inmovilida­d y ataraxia, encuentre su luz interior. Un Rajoy apolíneo.

Entre la vigilia y el sueño se producen esos momentos en los que conectamos con el inframundo

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