Sueños de piedra
El Grand Palais de París celebra en clave cómplice con el Museo Rodin el centenario del artista: el profeta, sin duda, de la escultura moderna. Siempre polémico, admirado y temido por sus herederos que, curiosamente, se desentienden de la huella cronológica, historicista, y se vuelcan en la incisiva profundización del legado plástico de Rodin. Una secuencia impresionante de afinidades, y descubrimientos que desconciertan al visitante de la muestra. Algunos nombres bastan: Giacometti, Richier, Baselitz, Kiefer, entre los testimonios de homenaje al maestro del yeso, la escayola, la piedra y el bronce. La obra cabal de Rodin no ha dejado jamás de sorprender al artista despierto por su capacidad de transformación y por la versatilidad para provocar el súbito “impacto de reconocimiento”, como exigía Berenson, en el que la forma impone su hipnótica energía al relato artístico y se afirma poderosa en la batalla visual que califica la obra.
Rodin porfiaba por devolver a la escultura la originalidad y la fuerza experimental que la caracterizaba en el lejano momento renacentista de Miguel Ángel: la Pietà Rondanini entendida como el ejemplo desafiante de las posibilidades del modelado y la talla sobre piedra. Después tres siglos de amaneramiento acusador, academicismo de cartón piedra y dejadez imaginativa. Aceptémoslo. Rodin recoge el testigo y se declara fiel continuador del libérrimo vigía de la huidiza verdad plástica de la naturaleza. Su decálogo es implacable: “Sé hombre antes que artista. Imagina las formas como dirigidas directamente hacia ti – toda vida arranca de un centro que se expande hacia ti”, advierte en su testamento. En efecto, la representación del movimiento fue la primera tentación de Rodin, la negación radical del realismo, del objeto estático, y la alternativa para indicar posiciones cambiantes de manera simultánea.
Auguste Rodin, nacido en París en 1840, había estudiado dibujo y matemáticas como aproximación a la escultura, y aspirado a ingresar en Bellas Artes como decorador: fue rechazado. Sin embargo, trabajó con ahínco en la decoración exuberante de la Bolsa de Bruselas. Rechazado también en el Salón –Hombre de la nariz rota– escapa a Italia donde se obsesiona con Miguel Ángel e intuye el descubrimiento que llenará su actividad posterior: un estilo sobrio pero vibrante, consciente de la inaprensible presencia del movimiento. En 1880 llegan los primeros encargos oficiales, con uno inquietante: La puerta del infierno, que lo desasosiega de por vida y se transfigura en una parábola de las pasiones humanas contada a través del desnudo. Un tributo a la
Divina Comedia de Dante, cierto, pero también el ejercicio audaz de ajustar sobre el plano más de doscientos desnudos en una cascada de figuras sin rostro cuyos gestos descompuestos interpretan el aquelarre humano y enuncian el alfabeto gráfico del arte desmesurado de Rodin.
Los burgueses de Calais y el Monumento a Victor Hugo son proyectos magníficos. Un arte que admira el radicalismo punzante de las formas sin normas, pero que a la vez añora la destreza clásica que regula el trabajo de los materiales. Acaso el episodio curioso del Monumento a Balzac nos brinda la lección duradera: liberalidad formal, sí, pero silencio respetuoso frente a las convenciones sociales. Balzac es el “gran escritor francés del siglo”. Para no hablar de la genial Robe de chambre –albornoz empapado en yeso– que abre la escultura a la performance contemporánea.
Baudelaire y Mahler fueron sufridos modelos de expresividad para Rodin. Enriquecen hoy el Hotel Byron y demuestran a ojos vista la complicidad de Camille Claudel, vestal alerta y amante ciega del maestro. El pensador o El beso son objeto ahora de fervorosa mirada crítica tras décadas de silencio. La muestra de París nos desvela un mar de impresiones táctiles que nos llevan a Lembruck, Zadkine o Lipchitz. Rodin se revela como el mago del volumen que abre a la sensibilidad actual el despliegue narrativo moderno, como ese imponente Zero de Baselitz, con zapatones, el guiño mejor articulado al arte grande de Rodin: gesto, expresión, signo y concepto. Con Las tres sombras, 1886, que desafía la escueta simplicidad de los tres hombres que avanzan en el bronce de Giacometti de 1968. Ayer mismo.
Las pruebas en yeso y modelados en arcilla nos abruman en el taller del artista con un sinfín de motivos a redescubrir con mirada limpia. La experiencia exigente, fluida y feliz de una vida de arte. Obras que acusan la presión de los dedos del artista, su imaginación callada y ocurrente, como ese Pié derecho desnudo, 1905.La atmósfera magnética del viejo obrador nos arrastra al Renacimiento, pero también a las estelas de Brancusi y al Verre d’Absinthe, 1914, de Picasso. Como el cuerpo deforme que escapa de una vasija inestable en un soberbio ensamblaje de 1910. Rodin siglo XXI.