La Vanguardia

La intimidad

- Fèlix Riera F. RIERA, editor

De la misma forma que un jugador de fútbol no disfruta el gol marcado si no se abraza a sus compañeros, algo parecido ocurre con muchas personas incapaces de disfrutar el momento que están viviendo si no lo comparten con el mundo, si no se abrazan a él. Sumen a la pérdida de intimidad individual la necesidad de los estados modernos por acercarse a la concepción orwelliana del Gran Hermano que todo lo ve y todo lo sabe de su población bajo el lema “lo hacemos por tu seguridad”. Hoy, un filme como La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock, resulta anacrónico. Ya no es necesario mirar, cotillear desde fuera para descubrir el mundo secreto de nuestro vecino, pues este, sin ningún pudor, lo comparte a través de las redes sociales. También podríamos llegar a la conclusión de que el pudor, la timidez, el decoro o la modestia han dejado de ser virtudes en nuestra sociedad, que los considera fruto de una imposición social y producto de la hipocresía. Del pudor como defensa de la intimidad hemos pasado a la exhibición permanente, hasta el extremo de dejar entrar en nuestra realidad íntima todo tipo de tecnología­s espejos que nos posibilite­n mostrarnos a los demás.

No se trata ya de una cuestión moral, sino de una cuestión que afecta de lleno al plano de las libertades. ¿En algún momento estamos desconecta­dos? ¿Dónde empieza el interés público y termina nuestra privacidad? ¿Dónde debemos inscribir el campo de batalla de la libertad de expresión y su defensa y regulación? ¿En este tiempo de sobreexpos­ición de nuestro pasado habría que plasmar jurídica y tecnológic­amente un “derecho al olvido”? Estas preguntas son cuestiones que empiezan a considerar­se al observar que empresas como Facebook, a través de su app para teléfonos inteligent­es, podría activar el micrófono de nuestro móvil por control remoto, identifica­r nuestros gustos musicales o televisivo­s, entre otros. Una vez derribado el último bastión de nuestra intimidad y privacidad que es nuestra casa, a la que hemos dejado entrar a todo el mundo de la mano de la tecnología, se ha derribado la frontera de dentro y fuera. Esta frontera borrada va configuran­do en nuestra sociedad una acusación sutil, cuando aquellos que no quieren ser espiados o fisgoneado­s son sospechoso­s de ocultar alguna cosa. Hoy, aquel que no se muestra resulta extraño.

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