Los temas del día
El ataque de un grupo de prochavistas a los miembros de la Asamblea Nacional venezolana, y el comienzo de los Sanfermines con la vista puesta en erradicar de estas fiestas las agresiones sexuales.
LA degradación de Venezuela bajo la presidencia de Nicolás Maduro es un suma y sigue que sólo augura violencia y muerte. El último episodio tiene una carga simbólica dramática: un grupo de matones afines al chavismo irrumpió en la Asamblea Nacional y causó heridas a una veintena de personas, algunas de ellas diputados de la oposición. Para más inri, la Cámara celebraba el día de la Independencia de Venezuela. Y aunque el presidente Maduro condenó el ataque, es impensable que los agitadores actuasen por su cuenta sin el patrocinio o el beneplácito del aparato de seguridad del Estado. “Es la hora de los revolucionarios”, dijo a modo de invitación a la barra libre el vicepresidente del Gobierno, Tareck el Aissami –acusado de vínculos con el narcotráfico por Estados Unidos–, poco antes del asalto.
La revolución bolivariana impulsada por el comandante Chávez se está convirtiendo en otra caricatura del caudillismo típico de la vieja América Latina. Hay un rasgo definitivo que ya se aprecia en el enrocamiento del Gobierno de Maduro desde las elecciones legislativas de diciembre del 2015, ganadas por la Mesa de Unidad Democrática: la paranoia de atribuir los problemas internos a conjuras exteriores y maquinaciones oscuras. A medida que las dificultades económicas aumentan y multiplican el malestar de la población, el presidente Maduro opta por una huida hacia delante, con el riesgo de arrasar el orden institucional de Venezuela, ya en un estado muy precario y fragilizado por la revolución bolivariana. El pulso con el Parlamento, contrapeso presidencial, denota estas pulsiones autoritarias del presidente Maduro, que parece convencido de que sus discursos y arengas son más relevantes que las peticiones de la oposición en la Cámara legislativa. El trasfondo es una cultura democrática rudimentaria, heredera del chavismo que Maduro trata de prolongar sin darse cuenta de que no puede haber chavismo sin Hugo Chávez, fallecido en el 2013. Se trata de un movimiento confuso, populista y especialmente personalista, que implicaba un culto al líder, al padre de la patria, que le viene grande y desborda, peligrosamente, a Nicolás Maduro.
Ante la reciente contestación política y popular –la oposición ha organizado manifestaciones cada uno de los últimos cien días, con 90 muertos de resultado–, el chavismo recurre cada vez más a la excepcionalidad y prepara ahora un subterfugio inquietante: la llamada Asamblea Constituyente, un sucedáneo de Parlamento elegido a la medida del presidente para borrar por arte de magia las funciones de la Asamblea Nacional y redactar una Constitución complaciente y acrítica para el inquilino del palacio de Miraflores, más aún que la de 1999. La oposición critica, con razón, que este engranaje confuso esconde la intención de “institucionalizar la dictadura”. El presidente Maduro fue elegido por las urnas, pero confunde esta fuente de legitimidad con un cheque en blanco para gobernar sin respeto a las leyes, la oposición y los restantes poderes democráticos.
En un fondo de penurias económicas, descenso de los ingresos petroleros y desabastecimiento, Nicolás Maduro trata de prolongar el chavismo por un equivocado sentimiento de gratitud hacia su mentor y de compromiso con sus ideas. El precio es conducir a Venezuela al abismo, la confrontación y el desbarajuste. Ya no se trata de un “todo para el pueblo sin el pueblo”, sino de un suicida “todo contra el pueblo”.