La Vanguardia

La fuerza es muy delicada

- Clara Sanchis Mira

He tenido entre las manos un animal que nunca olvidaré. Un piano de cola, pura sangre, que se dejó domar por mí, o fingió que lo hacía para divertirse. Hay que ser una bestia muy poderosa para permitir que un comparsa galope sobre tu grupa sin tirarlo al suelo. Los actores sabemos eso. Estamos entrenados en la obediencia al director, y vemos que los más débiles se rompen la garganta y hasta cambian de color de cara, como un insecto palo, para asustarnos, impostando la autoridad que no corre por sus venas, mientras que los directores buenos de verdad, los geniales, saben entregarse a nuestros juegos, y ayudarnos con paciencia en las dificultad­es, para que al final lleguemos adonde ellos quieren, incluso adonde queremos nosotros. Eso hizo el piano de cola pura sangre Yamaha, que tuve la suerte de encontrar en el teatro, la noche de la representa­ción en que se me fue la cabeza. Me dejó creer que yo podía jugar con él, y hasta dominarlo. Que mis manos eran capaces de extraer la miel de las profundida­des de su vientre. Se abandonó a mi debilidad de pianista de poca monta. Me dejó manotear en los fortísimos sin desbocarse, como si sus riendas obedeciera­n por mi poderío, y no por el suyo. Pero era en los momentos delicados cuando su fuerza se volvía más evidente, conmovedor­a. La precisión de sus teclas para llegar a través de las yemas de mis dedos al último pianísimo. Casi un susurro. Dejarme todavía jugar hasta el sonido más ínfimo, un suspiro limpio y de cristal, una caricia. Y yo notaba que era exactament­e ahí, en aquella delicadeza extrema, donde radicaba la potencia de la bestia. Como casi siempre, por otra parte, en toda índole de asuntos. En el hilo más fino suele estar el intrínguli­s de la cosa, no me pregunten qué cosa.

Entenderán que se me fuera la cabeza y alargara los momentos musicales, bastante más de lo pautado, en esta obra de teatro que represento, donde mi personaje pasa largos ratos monologand­o y de vez en cuando toca el piano. No había quien me levantara de la banqueta. Sobre todo porque estoy sola en el escenario. No me apetecía nada decir el texto. Siempre he soñado con tener un piano así, y no creo que ya lo consiga nunca. No sólo porque no me llega la calderilla, sino porque un bicho de ese calibre nos obligaría en casa a pasar por encima o por debajo de él, cada vez que quisiéramo­s ir al baño. Entenderán que la función durase bastante más de lo normal. Pero tampoco exageradam­ente. Porque entre las nubes sonoras de mi deleite, de vez en cuando me hacía soltar las teclas el recuerdo borroso de aquellos pobres espectador­es, que habían pagado su entrada para escuchar un buen texto, y no los desvaríos de una pianista dudosa. Así y todo, fueron comprensiv­os, igual que la directora que, como es de las buenas, no me gritó nada en el camerino.

No había quien me levantara de la banqueta; sobre todo porque estoy sola en el escenario

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