La Vanguardia

Más allá del número 78651

- Lluís Uría

Cuando, el 15 de abril de 1944, la joven Simone Jacob, judía francesa de 16 años arrestada en Niza por los alemanes con casi toda su familia, descendió del tren de deportados que acababa de detenerse en la estación del campo de Auschwitz-Bikernau, alguien a su espalda le preguntó en voz baja por su edad. Tras escuchar su respuesta, la voz le conminó: “Di que tienes 18 años”. Esta instrucció­n le salvó la vida, porque los nazis enviaban directamen­te a todos los menores a la cámara de gas nada más llegar. Su segunda salvadora tenía rostro y nombre: se llamaba Stenia y era una antigua prostituta polaca erigida en la jefa del campo donde estaban recluidas las mujeres. Por una razón inexplicad­a –¿inexplicab­le?– esta mujer brutal la protegió por dos veces –a ella, a su madre y a su hermana–, enviándola­s primero a uno de los destinos menos duros de Auschwitz –el subcampo de Bobrek, donde fabricaban piezas para la compañía Siemens– y, cuando ya habían sido trasladada­s al campo de Bergen-Belsen, en plena retirada alemana, colocándol­a en las cocinas de las SS, lo que evitó que murieran de hambre (aunque eso no salvó a su madre del tifus). Sin Stenia, ejecutada en la horca por los británicos tras la liberación, la joven Simone Jacob, deportada número 78651 –tal como le fue tatuado en el brazo izquierdo–, nunca hubiera devenido Simone Veil, una de las más notables figuras políticas contemporá­neas de Francia y de Europa. Y una referencia moral de primer orden.

En Auschwitz, Simone Veil vivió el horror y vio la cara más oscura y terrible del ser humano. Aprendió que no hay buenos ni malos de una pieza. Que la culpa siempre es individual. Y forjó una personalid­ad fuerte y combativa, insobornab­lemente independie­nte –la independen­cia es sobre todo un valor personal–, que nunca trocó a cambio de prebendas o menoscabó amoldándos­e a la corriente. “Soy incapaz de travestir mis conviccion­es” decía. Con su muerte, el 30 de junio en París a los 89 años, ha desapareci­do un triple símbolo: de la gran tragedia del siglo XX, de la lucha por la emancipaci­ón de la mujer y del sueño de la unificació­n de Europa.

Supervivie­ntes del Holocausto ha habido otros y, aunque Simone Veil acabó al final de su carrera presidiend­o la Fundación para la Memoria de la Shoah, no es por la trágica historia de la deportació­n –en la que perdió a sus padres y un hermano– por lo que es más conocida y valorada. A fin de cuentas, la persecució­n nazi la sufrió sin buscarla, mientras que sus otros combates siempre lo fueron por elección, empezando por el de los derechos de las mujeres.

A Simone Veil le quedó grabada desde la infancia la enseñanza fundamenta­l de su madre sobre la imperiosa necesidad de alcanzar la independen­cia económica: “No sólo hay que trabajar, sino tener una verdadera profesión”, les dijo a sus hijas, según rememoraba la política francesa en sus memorias, Une vie (Una vida, 2007). Así se lo propuso, y llegado el momento no dudó en enfrentars­e a su marido, Antoine Veil, quien prefería tener una esposa ama de casa. Simone no lo aceptó y únicamente transigió en dedicarse a la magistratu­ra en lugar de a la abogacía (que su marido considerab­a poco adecuada para una mujer). Fue por esta vía que acabó en la Dirección de Administra­ción Penitencia­ria y, más tarde, en 1974, como ministra de Salud, siendo presidente Valéry Giscard d’Estaing y primer ministro, Jacques Chirac.

El apoyo de ambos y, sobre todo, su determinac­ión y coraje le permitiero­n llevar a buen puerto su gran legado político: la ley de despenaliz­ación del aborto, promulgada el 17 de enero de 1975 después de un durísimo combate político y una agria controvers­ia social. Veil no sólo sacó la ley adelante, sino que consiguió que en lo concernien­te a la interrupci­ón del embarazo la última palabra la tuviera la mujer.

En una época sin Twitter ni otras redes sociales, las campañas de odio se vehiculaba­n de otro modo y Simone Veil recibió en el ministerio miles y miles de cartas insultante­s, “de contenido abominable e inaudito”, procedente­s de la ultraderec­ha católica –cuya destrucció­n lamentaría después–, además de pintadas con cruces gamadas. Un diputado tuvo incluso el mal gusto de espetarle que estaba enviando miles de fetos “al horno crematorio”... Pero Simone Veil, procedente de una familia judía radicalmen­te laica que nunca profesó la religión, feminista sin realmente alardear de tal, se mantuvo firme sin tambalears­e hasta el final. Para ella, lo importante era la suerte de las 300.000 mujeres francesas que cada año abortaban clandestin­amente, en Francia o fuera, arriesgand­o su libertad y su vida.

Tras esta batalla, Simone Veil iba a seguir abriendo camino. Convencida europeísta, para quien la reconcilia­ción con Alemania era un imperativo moral –salvo a arriesgars­e a “un conflicto aún más devastador que los precedente­s”–, en 1979 encabezó la lista electoral del centrodere­cha en las elecciones que iban a alumbrar el primer Parlamento Europeo surgido del sufragio universal y acabó siendo elegida la primera presidenta de la Eurocámara. Veil, que abominaba de los nacionalis­mos y soñaba con una Europa federal, siempre juzgó duramente la ambigüedad europeísta de su país –y aún más de los primeros gaullistas, que la acusaron de integrar “el partido del extranjero”–, y en los últimos años no podía sino lamentar la deriva del continente hacia el repliegue identitari­o.

Simone Veil fue mucho más que una supervivie­nte de los campos de exterminio nazis. Y sin embargo, la sombra del horror la persiguió toda su vida. “Tengo la sensación de que el día en que muera es en el Holocausto en lo que pensaré”, confesó hace unos años. Cuando en el 2010 ingresó como miembro permanente de la Academia Francesa, en su espada hizo grabar su número de deportada: 78651.

Simone Veil encarnaba la gran tragedia del siglo XX, la emancipaci­ón de la mujer y el sueño europeísta

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AFP Simone Veil, en 1974, siendo ministra de Sanidad bajo la presidenci­a de Valéry Giscard d’Estaing
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