La Vanguardia

Memoria (y 3). La fantasía de la Transición

- Gregorio Morán

Creo que fue allá por la década de 1980 cuando en Alemania, aún no había caído el muro de Berlín, se desarrolló una polémica histórica en la que participó la sociedad entera, desde los profesiona­les de la historia, hasta los periodista­s, e incluso y muy intensamen­te los ciudadanos. Recuerdo muy bien el lema. “El pasado que no quiere pasar”. Es decir, el nazismo.

Siempre evoco aquella polémica cuando volvemos a nuestras cosas de España. Aquí llevamos siglos sin que el pasado quiera pasar, y si se trata de hechos recientes –los últimos cuarenta años, o incluso la dictadura– ni siquiera podemos tocarlos sin herir sensibilid­ades… ¡Y luego tenemos una manía de tradición católicoin­quisitoria­l de exigir perdón a todo el mundo! ¿A mí y a millones de ciudadanos, qué nos importa que pidan perdón, o dejen de pedirlo, después de haber asesinado impunement­e? Ese es un problema del confesor, de Dios, de la Santa Madre Iglesia y de quien se sienta creyente. Yo no perdono, sencillame­nte analizo una situación y me callo o grito por la impunidad, pero el perdón sólo sirve para la salvación eterna, en la que no creo, y tampoco estimo que les sirva de algo a los familiares de las víctimas a menos que sean a su vez creyentes. Un criminal cumple la pena y luego vive lo que le quede de vida, pero que no me venga con monsergas que le alivien la atrocidad.

Cuando me insisten en el carácter superador de las divisiones fratricida­s que tuvo nuestra Transición siempre me viene a la cabeza Rodolfo Martín Villa, los policías torturador­es y condecorad­os en democracia, y los 130.000 restos de la nada y la esperanza que llenan las cunetas de las carreteras pueblerina­s.

Confieso que sería incapaz de buscar lo que queda de Guillermo Suárez Menéndez, fusilado en Oviedo en las primeras semanas de la Guerra Civil. Ni siquiera los y las elegantes historiado­res de la Universida­d de Oviedo lo incluyeron en el famoso muro de fusilados en Asturias. ¡Ellos empezaron por Alas, el hijo del escritor Clarín y rector a la sazón de la Universida­d, vilmente ejecutado! Porque sobre todo en los muertos hay clases; basta con visitar los cementerio­s, a los que soy adicto. (Una ciudad se retrata en sus mercados y en sus cementerio­s).

¡Qué importanci­a iba a tener para gente tan principal un chaval de 17 años que repartía el diario filosocial­ista Avance y que se metió en la ratonera del cuartel de Santa Clara para coger las armas que defendiera­n la República amenazada! Le fusilaron, le tiraron a la fosa común con otros 21, si la memoria no me falla, junto al cementerio, luego cambiaron los restos de sitio, levantaron el mortuorio y construyer­on unos chaletitos muy monos, adosados, y quién sabe a qué otro pozo de insurgente­s le echaron, como escoria de los tiempos. ¿Voy a pedir yo que investigue­n dónde están sus huesos mondos? Por eso soy partidario de la incineraci­ón. Que me hagan cenizas y no las utilicen para esas porquerías de infectar el mar. La primera alcantaril­la de la Rambla de Barcelona, junto a la fuente de Canaletas, me parece un sitio digno.

Pero lo entiendo. Si alguien sabe dónde están depositado­s los restos de sus seres más queridos, asesinados ominosamen­te en una cuneta, está en su derecho de buscarlos y darles justa sepultura. Por eso nuestra historia no acaba de pasar. Ahora han de ser abogados argentinos quienes echen una mano en algo que forma parte de nuestro desgraciad­o patrimonio. Sin olvidar a todos aquellos que con un gesto de desdén manifiesta­n “más vale olvidar”, porque ya se encargaron en su día de poner su memoria a buen recaudo. Quedan los perdedores de los perdedores.

La fantasía de la Transición se va desmoronan­do conforme pasa el tiempo. Fue una gollería para las institucio­nes más crueles y salvajes de la dictadura, para los que tenían amarrados sus caudales; para los letrados que, según su legal saber y entender, siempre habían cumplido con su deber. Aunque fuera una felonía.

Y fíjense en el detalle. No son los padres de tantos muertos como quedan ahí por cunetas y memorias. En general son los nietos, y esos nietos quizá tengan muy pocas cosas claras, pero hay una diáfana: no asumen la cobardía de sus padres. Para ellos la Transición fue un apaño que se va cayendo a pedazos conforme más saben de él. Porque la historia es de una crueldad que sólo se parece a la realidad. Y debemos decirla. Tuvo más valor en la construcci­ón de una sociedad equilibrad­a y comprensiv­a Adolfo Suárez que el arrollador PSOE, que no supo qué hacer con su arrollador­a victoria de 1982, salvo protegerse y lucrarse.

Eso explica el odio, que yo viví y escuché en boca de los líderes empresaria­les de la recién nacida CEOE –no olvidaré nunca los denuestos de Ferrer Salat o Segurado contra aquel paleto de Ávila al que denominaba­n “un chuletón de Ávila, poco hecho”–, sobre aquello que vino después del compadreo de los González y la pandilla de arribistas que se forraron y que consideran la Transición un periodo feliz de la historia de España…y de sus patrimonio­s.

Es posible que la verdadera historia de la Transición, si tal cosa es posible en material tan sensible como la memoria, la escriban a partir de esa generación de nietos que apenas había nacido en 1980. Será el único modo que, muertas las hienas que esquilmaro­n el país durante cuarenta años, sean capaces –si se lo consienten los abogados de los herederos y su principio de inocencia, y sus defensas del honor mafioso– de ordenar todo el maremágnum de lo que fue la Transición en regiones, patrias, zonas de poderes fascistas, como ocurrió en Euskadi y lo es, hasta niveles calabreses, en la Catalunya contemporá­nea. Ese lugar donde el poder, paleto y zafio, garantiza que sólo paga a quienes les apoyen. Los demás pueden ir yéndose.

Cuando alguien repite esa bobería de que hemos vivido la Segunda Transición –la primera fue la de Cánovas del Castillo–, me quedo perplejo. En la primera salíamos de una sociedad convulsa donde la clase dominante no sabía cómo sujetar la situación. En esta apenas pasamos de una guerra atroz a una posguerra que no fue otra cosa que un acto bélico encubierto con sólo una de las partes armada para aniquilar rigurosame­nte a la otra –lo cuenta Paul Preston mucho mejor que lo haría yo– y después siguieron, comprando la izquierda a precio de vellón, o lo que es lo mismo, a la estatura de su inteligenc­ia. Aún es el día que nadie ha explicado cómo Catalunya, donde la izquierda arrollaba en la sociedad en 1977 y en las urnas, se quedó sin sociedad y sin urnas, aunque, todo hay que decirlo, con seguro patrimonio de los protagonis­tas.

Volveremos, porque siempre volvemos a los lugares donde dejamos lo mejor de nuestra vida. Sin resentimie­nto, sólo para tratar de entender qué pasó y cómo fuimos tan simples.

Cuando alguien repite esa bobería de que hemos vivido la Segunda Transición, me quedo perplejo

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MESEGUER
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