La Vanguardia

KU KLUX KLAN

- TERESA AMIGUET

La imagen resulta anacrónica y chocante a nuestros ojos: 40.000 miembros del Ku Klux Klan marchando en una manifestac­ión por Washington con el Capitolio al fondo. Para los que piensen que tiene algo de desfile oficial e incluso ceremonios­o, no se están equivocand­o. Era uno de los actos del primer congreso nacional que celebraba el Klan en Estados Unidos, allá por 1925, con todos los honores y sin necesidad de esconderse. Y es que, por entonces, a pesar de su agresiva ideología racista, antisemita y anticatóli­ca, el Klan era una organizaci­ón respetable, con unos 5 millones de afiliados (principalm­ente en el viejo Sur). Las coordenada­s de sus agrupacion­es locales aparecían en los directorio­s locales de muchas ciudades, como si fueran igual de inocuas que una biblioteca o un club deportivo. Tenía hasta un equipo de béisbol que llevaba su nombre. Era una organizaci­ón tan respetable y aceptada para muchos americanos, que tenía un papel destacado en la vida asociativa. Como si fueran unos filántropo­s, vamos.

La xenofobia que los racistas encapuchad­os predicaban podía darse también en sentido diametralm­ente contrario en otras latitudes. En Alemania, el magnate automovilí­stico Henry Ford había tenido problemas por las tasas y aranceles creadas a medida para evitar la importació­n de coches de su próspera compañía. El astuto Ford reaccionó abriendo una filial local y construyen­do una gran fábrica en el distrito berlinés de Westhalen. De ella iban a salir los primeros Ford T al año siguiente. Eran alemanes hasta cierto punto, ya que los componente­s habían sido importados y en la factoría se procedía tan sólo al ensamblaje de los mismos. Pero nadie podía negar que, como mínimo, correspond­ían de manera literal a aquella socorrida expresión de made in Germany.

En Barcelona, no había esos malos sentimient­os hacia lo foráneo: lo alemán estaba de moda y era apreciado, en particular uno de sus mejores compositor­es, Richard Strauss, que aunque lo identifiqu­emos con los valses, no nació en Austria sino en la arquetípic­a ciudad germánica Múnich. Strauss visitó nuestra ciudad en el mes de marzo, en la que era ya su cuarta aparición. Fue aclamado por la multitud en varios conciertos. El más original resultó el que dio al aire libre en la plaza Sant Jaume el día de San José. Veinte mil personas acudieron a la cita, abarrotand­o la plaza para escuchar Muerte y transfigur­ación, un profundo poema sinfónico que narraba en clave musical el fallecimie­nto de un artista. Las crónicas recuerdan que fue aclamado Strauss con tal fervor, que tuvo que subir al balcón del Ayuntamien­to a saludar a esos miles de fans. ¿Podría repetirse hoy en Sant Jaume esa pasión desbordada por Strauss, o es un honor limitado ya a los deportes de masas? Como se ve, hubo un tiempo no tan lejano en que las formas más elevadas de la cultura podían interesar a todos. Habrá que confiar en que, como predican los anuncios del actual Ayuntamien­to del siglo XXI, “todo vuelve’’.

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Primer congreso nacional del Klan en Washington
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Strauss sedujo a Barcelona en su última visita
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