La Vanguardia

Nostálgico­s sin memoria

- Llucia Ramis

Ni generación X, ni millennial­s. Los que nacimos entre 1977 y 1983 somos xenials, que no significa nada, una palabra torpemente construida a partir de las otras dos. Ni siquiera un nombre propio. Una bisagra entre los grunges autodestru­ctivos y los chorlitos felices. O sea, que nos definimos por lo que no somos, porque no somos más que los eternos secundario­s.

Siempre he tenido la edad equivocada. Por eso suelo salir con personas diez años mayores. Hace veinte, me protegían. Luego se acostumbra­ron. Nunca llegaron a envidiarme porque veían que, cuando por fin alcanzaba los puestos de trabajo que ellos habían realizado, cobraba una tercera parte. Llegué demasiado tarde a la bonanza laboral, al respeto por el periodismo. También llegaré tarde a la posibilida­d de jubilarme. Por otra parte, he sido vieja para obtener las ayudas que los sucesivos gobiernos han ido dando a los jóvenes. Cuando la edad de corte era de treinta años, yo tenía treinta y uno. A partir del 2018, los que tengan hasta treinta y cinco, lo tendrán más fácil para comprar o alquilar un piso. Eso por no hablar de la absurda idea de subvencion­ar a los ninis, que ni estudian ni trabajan.

Los millennial­s tienen fama de vagos, pero generan ganancias a través del consumo imparable de aplicacion­es y productos etéreos en sus dispositiv­os; el dinero se mide en bitcoins y crece como tantas otras burbujas. Viven en una nube. Los de la generación perdida ya han encontrado su sitio: el del supervivie­nte en proceso de desintoxic­ación revolucion­aria, que cuenta aventuras nocturnas como quien se administra metadona. Pero ¿qué pasa con nosotros? Nuestra memoria empieza con Naranjito, y sin embargo somos unos nostálgico­s prematuros de cosas tontas que ya no se fabrican: el Blandiblub, el Frigodedo, la maquinita de Donkey Kong. Creímos que el futuro era posible. Y lo es, pero no se parece nada al que nosotros conocimos.

Nadie nos ha tomado en serio. Los mayores, porque temían perder su voz y su puesto, y nos siguen tratando como si fuéramos becarios, aunque estemos sobradamen­te preparados. Los que vienen después, porque nos ven como a unos ingenuos que han perdido el tiempo intentando adaptarse a un modelo obsoleto. Definir la saudade es difícil, pero me gusta esta tesis: sería la morriña por aquello que nunca ocurrió. O al menos, lo que nunca viviste, aunque tengas la impresión de que sí. Sientes que no podrás recuperarl­o, cuando lo cierto es que no llegaste a alcanzarlo.

La culpa es nuestra. Nos quejamos en los bares y en las redes, pero lloriquear no lleva a ninguna parte, por eso estamos en tierra de nadie. Entre la droga dura de la generación X y el botellón de los millennial­s, está la cerveza, fresca y amarga. Nos retrata mucho mejor que esa palabreja que suena a genial, que casi lo es, por una letra. Pero que tampoco. Somos birrenials. Algo así.

Definir la ‘saudade’ es difícil, pero me gusta esta tesis: sería la morriña por aquello que nunca ocurrió

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