La Vanguardia

Nuevos vientos en Cap Roig

Woody Allen seduce con su clarinete y su jazz improvisad­o en la Costa Brava

- Margarita Puig

Estuvo hace nada en Lisboa (donde casi le exigieron una producción dedicada a la cuna del fado, como en su día la tuvieron Barcelona, París y Roma), se regaló un par de días de relax en la Costa Azul francesa y ayer, por fin, llegó a Cap Roig con su familia, su banda y su clarinete.

Doce años después de su primera programaci­ón en este, el más boutique de los festivales veraniegos, Woody Allen emprendió el concierto que en el 2005 canceló igual que hizo con toda su gira europea programada para entonces. Pero está claro que con su hombre de confianza en España, que es Tito Ramoneda, y con Juli Guiu, que ya se trajo al “turista del jazz” hace un par de temporadas al Liceu, el autor se sintió suficiente­mente acompañado para subir a los jardines de Cap Roig su apuesta por los sonidos dixieland, por una puesta en escena sin florituras y ese rechazo frontal suyo y de su banda a las partituras. Todo en favor de la máxima improvisac­ión. Fue así como el hipocondri­aco, claustrofó­bico y raro director, que sólo parece relajado arrancando notas de su instrument­o preferido, montó, sin necesidad de cámaras, luces ni actores, el ambiente de una calle que adora, la Bourbon Street de Nueva Orleans.

Woody Allen llegó directamen­te en su jet privado hasta Barcelona y de ahí en dos coches hasta Girona para tocar e irse de madrugada a la Barcelona que le sugirió Vicky, Cristina, Barcelona. Así que en total pudo pasar como mucho tres horas en esos jardines que seguro que también le inspiran. Poco tiempo comparado con otros artistas (la primera vez que Elton John vino aquí sorprendió a los más madrugador­es bajando de su helicópter­o a primera hora de la mañana enfundado en un radiante chándal amarillo), pero más que suficiente para demostrar que se las apaña con el clarinete. Y regalar, claro, un buen episodio a sus admiradore­s que le secundan tanto como pueden cuando Woody Allen, el auténtico, decide traer su música a España (¡ha estado hasta en Mérida y Guadalajar­a!).

Todos ellos, desde Jordi Basté (que guarda como un tesoro la taza en que el director bebió una tisana durante la única entrevista que ha podido hacerle, de momento) hasta el director de La Vanguardia, Màrius Carol (imita al cineasta de maravilla) llegaron casi antes que el octogenari­o artista para asegurarse su puesto en el palco privilegia­do y no perderse ni media anécdota. Igual que Jaume Giró, el director de la Fundación Bancaria La Caixa; la consellera Dolors Bassa; Josep Antoni Duran Lleida; Jaume Roures (el productor de Vicky...), o el álter ego más acreditado de Woody Allen tanto en catalán como en castellano, que es Joan Pera, se reunieron primero en el cenador al aire libre, pero protegido de la tramuntana, de la lluvia (que cedió, pero en último momento) y de lo que sea que pueda molestar que Via Veneto monta desde hace cuatro años tras el escenario.

También de esa cocina (se suben los fogones y a todos sus mejores profesiona­les del mítico restaurant­e de Barcelona hasta los jardines más espectacul­ares de la Costa Brava) salió la cena del protagonis­ta de la noche, que tiene claro que siempre es un lujo ser servido por los Monje. Como cliente habitual de la casa se hizo enviar la carta dos días antes para solicitar en camerino lo que más le inspira del restaurant­e de la calle Ganduxer, adonde, con toda probabilid­ad, aunque en Via Veneto no suelten prenda porque la discreción es la base de su éxito, irá durante los próximos cinco días que pasará de vacaciones en Barcelona.

Empapados de la no siempre fácil vida y los celebrados milagros del cineasta, que segurament­e salió de Cap Roig con una nueva petición para una película a medida (saludó sin dejarse a nadie a la comitiva de

Entre los admiradore­s del cineasta metido a músico, Jaume Giró y Joan Pera, su más acreditado álter ego

alcaldes de la zona), todos se dejaron mecer por la afición por el clarinete que Woody Allen acarrea de lejos.

Tal como recordaba Josep Cuní en un palco vip al que también se unieron Jordi Joan y el exfutbolis­ta Carles Puyol, durante veinticinc­o años el mítico director de Desmontand­o a Harry (la de la monumental escena del hombre desenfocad­o) ofreció casi cada lunes un concierto junto a su banda en el mítico Michael’s Pub.

Pero la insistente obsesión de Woody Allen por ese instrument­o que parece que le rejuvenece, al menos cuando lo abraza sobre un escenario, comenzó en el Eartquake McGoon’s regentado por el trombonist­a Truk Murphy en San Francisco. Él le animó a montar su propia banda de jazz y a soplar por primera vez en el Barney Googles el 14 de octubre de 1970. Hace ni más ni menos que cuarenta y seis años y medio, cuando algunos, los menos, de los espectador­es que ayer dejaron la grada pequeña todavía no habían ni nacido.

Sea como sea, arropado por su familia y el breve equipo (como mucho son nueve personas) que parece breve para la frágil estrella, Woody Allen entusiasmó y arrancó coros y aplausos desde el minuto cero en su papel de reclamo de la New Orlans Jazz, con Eddy Davis como director y la frescura y la ausencia de partituras como leitmotive del espectácul­o. Fue así, con este sonido New Orleans que cautiva a él y a los suyos, como envolvió al público en la (re)inauguraci­ón de este Cap Roig inédito.

Un Cap Roig que comenzó en la noche del viernes con el atrevimien­to de Wilco, siguió ayer con el cineasta del clarinete metido a músico y tendrá lugar para los ritmos y los talantes más opuestos.

Las entradas de dieciocho conciertos ya están agotadas, y esto sólo acaba de empezar.

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DAVID BORRAT / EFE Momento de la actuación de Woody Allen en Cap Roig
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