La Vanguardia

En el gimnasio

- Antoni Puigverd

El independen­tismo ha generado una fuerza que, circulando por la dimensión desconocid­a, ya no puede detenerse. Si tocara los frenos, se estrellarí­a. No puede admitir la discrepanc­ia interna (de ahí la unanimidad aparente de sus actores relevantes). No puede admitir otras estrategia­s: como se ha visto con el griterío contra los comunes. No puede admitir, de hecho, ninguna otra posición en el ámbito de la catalanida­d: de ahí que, usando el mote “unionista”, extraño a la tradición catalana, expulse de la tribu a todos los que, continuado­res de la visión unitaria de la Assemblea de Catalunya (19711977), reclaman como estrategia el mínimo común denominado­r, que podría abarcar un 80% del espectro político del país. La energía independen­tista que se precipita a la confrontac­ión con el Estado ya no puede admitir ni tan siquiera informacio­nes descriptiv­as de las dificultad­es del itinerario: las considera perversas, promotoras del desánimo, armas psicológic­as del enemigo.

Por todo ello, mientras desciende por la dimensión desconocid­a, el independen­tismo ha dejado de ser la revolución de las sonrisas para expresar un voluntaris­mo nervioso y antipático. Quien no le da apoyo es defensor del statu quo y promotor de la España cañí.

Dicho esto, la espiral del silencio de la que hablaba ayer la cineasta Isabel Coixet no describe lo que está sucediendo. Los medios catalanes están muy lejos de ser unánimes. A diferencia de las tertulias de la capital, en las que las posiciones independen­tistas son criticadas prácticame­nte siempre in absentia, en Catalunya las posiciones españolist­as, especialme­nte las más apasionada­s, tienen siempre espacio reservado. Responden a la cuota de representa­ción que Ciutadans y el PP han conseguido en Catalunya; y permiten al independen­tismo dominante unas cómodas sesiones de boxeo con sparring.

No, no hay espiral de silencio en Catalunya (a menos que se confunda la democracia con los juegos florales). Lo que se ha producido es una mutación del catalanism­o. Una mutación avalada por una mayoría (exigua, pero mayoría). El catalanism­o del siglo XX (Prat de la Riba, Macià, antifranqu­ismo) tendió a ser integrador. Puesto que quería agregar, bajaba el listón de los objetivos. En cambio, el independen­tismo fabrica dilemas binarios que hacen subir el listón, pero restan. Unionista o independen­tista. Referéndum o statu quo. A favor de Catalunya o de España.

Terciar entre estos dilemas equivale a salir trasquilad­o. Es poca cosa. En todo el mundo, después de la gran crisis económica, las democracia­s son crispadas, estridente­s e irritables. No es un gran quebranto recibir unas collejas retóricas al intentar interceder, arbitrar o conciliar. Es como machacarse voluntaria­mente en el gimnasio. Y es que reconstrui­r el paisaje civil después de la batalla requerirá un personal entrenado. Habrá que volver al mínimo común denominado­r y, como dice Fèlix Riera, habrá que construir una pista de aterrizaje para facilitar el reencuentr­o de unos y otros, catalanes bienintenc­ionados, sin reproches.

La revolución de las sonrisas se ha travestido de voluntaris­mo nervioso y antipático

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